Capítulo 1


MISTERIO EN LA LAGUNA. CAPITULO 1

San Cristóbal de La Laguna. 1520.

–Con cuidado, micer Andrea, esa talla es valiosísima.
El mercader veneciano se volvió hacia la voz que resonaba a su espalda. Juan Benítez, sobrino del gobernador don Alonso Fernández de Lugo, alto y enjuto, vestido de oscuro, no perdía ojo de los movimientos de los criados del italiano para colocar la  estatua y su crucifijo en el lugar elegido.
–Perded cuidado, señores. La colocaremos como habéis dicho –respondió al tiempo que daba consignas a dos hombres que había traído del barco en que había arribado a la isla de Tenerife dos días antes.
Junto a Benítez se encontraba el propio Adelantado de Canaria, un hombre ya mayor, con cabellos y barba blanca, que se encorvaba un poco a un lado, apoyado en un bastón, herencia de las mil heridas que sufrió durante su vida en cruentas batallas contra canarios, palmeses, guanches e infieles musulmanes.
–Creo que es mejor un poco más a la izquierda –opinó Lugo–. Que quede más centrado.
La iglesia el Convento del glorioso padre San Francisco todavía no estaba terminada del todo, pero la impaciencia de tener en ella una imagen de culto de calidad había provocado que Juan Benítez, en nombre de su tío, la hubiese comprado al comerciante nada más arribar su nave de la península. La talla, de origen flamenco y de estilo gótico, mostraba un cristo crucificado exánime, con la cabeza a un lado y los miembros rígidos en cruz, muy del gusto de aquellos años.
–¿Aquí está bien? –preguntó el mercader.
–Creo que sí –dijo Benítez– ¿Qué opináis, don Alonso?
–Está bien así –sentenció el adelantado.
Micer Andrea Barbarigo dio dos palmadas y sus criados se apartaron. Con un gesto de la mano indicó que salieran del templo. Los tres hombres quedaron solos.
–¿Quedáis satisfechos, buenos señores?
–Lo estamos –respondió Benítez–. Aunque un precio algo excesivo, a mi modo de ver.
El mercader lo miró con gesto de sorpresa.
–¿Setenta ducados os parece caro? Recordad que el precio inicial era de cien ducados. Os lo he rebajado por ser quien es el señor adelantado, cuya fama trasciende más allá de estas islas.
–Dejaros de cuentos, micer Andrea –intervino don Alonso–. El precio es el resultado de no haber podido vender la estatua en otros puertos y este es el último que tocáis antes de volver a Italia. No queríais volver con la talla sin vender.
El mercader asintió con la cabeza y juntó las manos, a modo de rendición.
–Soy vuestro humilde servidor, señor. Si vos decís que es así, es así.
–Ahora, id en buena hora –se despidió el adelantado–. Y que tengáis buena travesía.
–Mil gracias os sean dadas a vos y a vuestra familia –dijo el italiano, que se colocó bien su capa y se dirigió a la salida.
Una vez ambos hombres quedaron solos, don Alonso se acercó a la estatua, que pendía en alto de la pared sobre un crucifijo de madera.
–En verdad es buena obra, Juan. Un maestro de los mejores.
–Cierto, señor. Sobrecoge su expresión.
–¿Le habéis hecho a la madera lo que os pedí?
–Sí, don Alonso. Sabéis que Juanico, el esclavo moro que adquirí hace años, aunque está viejo, es el mejor ebanista que hay en la isla. Ha realizado con suma maestría el hueco que habéis pedido en la espalda de la estatua. En cuanto digáis, lo tapará con esa rara habilidad que posee para que no se note.
–¿Y está ese vuestro esclavo fuera presto para terminar el trabajo?
–Así es. Esperando vuestras órdenes.
–Bien, entonces, salid ahora, y decidle que entre.
Juan Benítez se inclinó ante su tío y obedeció la orden. Unos instantes después de salir, hizo presencia en el interior del templo Juanico, un hombre mayor, de tez oscura, que trataba de abrir la boca lo menos posible para que no se notase su falta de dientes.
–Vuestra merced ordene –dijo sin levantar la mirada.
–Ayudadme a bajar el Cristo –pidió el adelantado.
Los dos hombres descolgaron el crucifijo y lo apoyaron con cuidado en el suelo.
–Separad la talla de la cruz –pidió de nuevo.
Juanico quitó las fijaciones de hierro que unían ambas maderas y separó el cristo de la cruz.
–Volvedlo boca abajo –indicó.
El carpintero ejecutó la orden con suma delicadeza y se echó a un lado. Don Alonso buscó en su faltriquera y sacó una bolsa pequeña de cuero. Se acercó a la estatua y depositó el saquito en un pequeño boquete rectangular que exhibía la madera. Luego se echó atrás.
–Cerrad el hueco.
Juanico tomó el pedazo de cubierta que había extraído antes, al que había quitado un trozo de su parte interna, y lo colocó sobre el orificio. Luego lo lijó con mucho cuidado y le aplicó varios barnices, dibujando incluso vetas en la madera. El adelantado contempló la obra en cuanto el esclavo terminó su trabajo.
–Es asombroso –dijo en voz baja–. No se nota nada. Un magnífico trabajo.
–Vuestra merced exagera –dijo Juanico.
–Bien. Colocad el cristo en el crucifico y vamos a colgarlo de nuevo.
El esclavo realizó la labor ordenada y los dos hombres subieron el crucifijo al lugar destinado para ello en la pared del templo.
–Salid, y decidle a mi sobrino que se reúna conmigo –ordenó don Alonso.
El hombre asintió sin decir nada y salió del templo. El adelantado se acercó otra vez a la estatua, comprobando que la actividad del carpintero resultaba completamente invisible. Juan Benítez llegó a la altura de su tío.
–¿Me habéis llamado? –le preguntó.
–Vuestro esclavo ha hecho un buen trabajo, Juan. Estoy satisfecho.
–Me complace, señor.
–Es una pena. Es un buen trabajador, pero ya sabéis lo que hay que hacer. El secreto debe ser mantenido.
–Ciertamente, una auténtica pena –respondió Benítez, con cierto pesar– . Esta noche se cumplirá vuestra orden.

Y ambos se dirigieron a la salida de la iglesia, dejando atrás en un oscuro silencio a la imagen del Cristo, mudo testigo impotente de la conjura que se había desarrollado a sus pies. 






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