Capítulo 5


MISTERIO EN LA LAGUNA. CAPITULO 5

Opennau, Alemania.

La periodista Sandra Clavijo, una joven de unos veintitantos años, morena, con el pelo a media melena, delgada y que gustaba vestir ropa deportiva, se encontraba en su último día de vacaciones. El viaje organizado por Suiza y la Selva Negra alemana toca aba su fin. Al día siguiente volverían a Munich y de allí a Tenerife.
Aquella mañana la excursión, que exigía, como todos los días, levantarse muy temprano, les iba llevar por la zona de Oppenau, Offenburg con una visita relámpago a Estrasburgo, y terminaba en Freiburg.
El autobús llegó a eso de las ocho de la mañana a los alrededores de Oppenau y se dirigió hacia las ruinas del Kloster Allerheiligen, el Monasterio de Todos los Santos, la primera visita del día.
Una niebla matutina envolvía la carretera y ofrecía una visión limitada y fantasmal  al recorrido. El autobús se detuvo en parking y la guía indicó a los viajeros que bajaran del vehículo.
Sandra se abrochó los botones de la chaqueta hasta arriba, a aquella hora hacía fresco, y comprobó que tenía preparada su máquina fotográfica Canon EOS5D, con la que se disponía a atrapar las imágenes que le llamaran la atención.
El grupo, de unas quince personas, siguió a la guía, una mujer alemana, rubia –cómo no-, de mediana edad, que hablaba varios idiomas con soltura, pero que no podía despojarse del acento teutón en ninguna de las palabras que profería.
Llegaron a un edificio en ruinas que evidenciaba haber sido una iglesia gótica de grandes dimensiones. La niebla dotaba al conjunto arquitectónico de un halo de misterio que la envolvía y le provocaba cierta inquietud. Se dijo que, con aquella luz tan tenue, las fotografías necesitarían tratamiento para que lucieran mejor.
El grupo entró en la nave mayor de la iglesia sin techo. Los muros se alzaban majestuosos en torno a los visitantes y se juntaban en algunos lugares en arcos estilizados. La falta de techo le daba un aire de desasosiego al conjunto, tan típico de toda ruina. A Sandra le recordó la iglesia de San Agustín en La Laguna.
 La guía se giró hacia el grupo y comenzó la explicación de la iglesia.
-Según la tradición, la elección del lugar se debió, por uno de esos curiosos milagros, porque fue allí donde un asno encontró un saco de monedas de oro. En 1196, la duquesa Uta de Schauenburg emitió el acta fundacional de la igleisa. En 1200 Felipe de Suabia reconoció la fundación, y en 1204 el Papa Inocencio III la confirmó…
A partir de ese momento Sandra se desconectó de la perorata y se puso a hacer fotografías de las pilastras que se elevaban al cielo y de los techos parciales que aún quedaban en pie. Le llamó la atención el muro que debió hacer las veces de campanario que surgía del lateral del templo y se mantenía erguido sobre el resto de la construcción. Aquella tuvo que ser una abadía bastante rica, pensó.
La palabra “maledetta”, maldita, dicha en italiano por la guía atrajo su atención. Se acercó a escuchar la versión española, que seguía a continuación
-La abadía sufrió dos grandes incendios en 1470 y en 1555 que la destruyeron parcialmente –continuaba la guía-. Fue reconstruida de nuevo por los monjes y adquirió su mayor expansión durante el siglo XVII. Con la secularización de 1802, el margrave Karl Friedrich de Baden disolvió la abadía en el curso de la secularización, y se adjudicó todas sus posesiones. Como si fuera un castigo de Dios, en 1804, un último rayo cayó sobre la torre de la iglesia y la incendió por completo. Ya no hubo quien la reconstruyera. Esta sucesión de incendios es lo que ha hecho que se haya creado la leyenda de iglesia maldita.
Que se quemaran iglesias, fortuitamente o por la mano del hombre, era una constante en todas partes, pensó. Tal vez fuera exagerar que por un par de incendios se la calificara de ese modo.
Sandra se apartó unos pasos del grupo, atraída por una de las esquinas interiores del templo, que todavía conservaba el recovo de las paredes. Se acercó a una de las paredes, donde podía distinguir la ornamentación pintada sobre el muro. Motivos de columnas con arreglos florales fueron objeto de varias fotos. Debajo, descubrió un par de oraciones escritas sobre la pared. La caligrafía era muy trabajada y curiosa, con adornos invertidos que se repetían en las letras L y T. Las letras eran toda una obra de arte. Sandra les dedicó varias fotos más.
Se encontraba absorta en los capiteles de laguna columnas cuando notó un calor en el cuello, como si alguien soltara a su espalda un aliento caliente. Se volvió y no vio a nadie. El turista más cercano se encontraba veinticinco metros. De pronto, la cámara comenzó a sacar fotos sin que ella pulsara el botón. Sandra casi la suelta del susto. El sonido del obturador se detuvo al par de segundos. Una música extraña, como de coro de monjes, comenzó a sonar, muy débilmente, proveniente del suelo. La periodista miró a sus compañeros de viaje, por si veía en ellos muestras de que escuchaban lo mismo, pero ninguno parecía hacerlo, Volvió a sentir el hálito en la parte posterior de su cuello. Era como si una presencia invisible estuviera mirando por encima de su hombro. Miró atrás de nuevo y solo vio  los muros vacíos.
Decidió abandonar de inmediato aquella parte de la iglesia y en diez segundos se unió al grupo. La música cesó y Sandra agradeció escuchar las palabras de la guía, esta vez en inglés. La visita había terminado y la profesional de turismo les indicó que subieran al autobús. La siguiente parada eran las cascadas de Allerheiligen-Wasserfälle, que se encontraban muy cerca de allí.
Sandra se acercó a la mujer.
-¿La música del coro de monjes es parte de la visita? No he visto ningún altavoz.
La alemana la miró con extrañeza.
-¿Música? Aquí no hay música. En su tiempo se dice que los monjes cantaban muy bien, que venían de toda Alemania a escucharlos, pero nadie ha cantado aquí por lo menos en doscientos años.
Sandra no quiso contarle que había escuchado claramente los cánticos. No era el mejor momento para que la tomaran por loca. De camino al autobús, echó un vistazo a las fotos que había tomado. Las primeras que aparecieron en la pantalla fueron las últimas que se habían realizado, las que tomó la máquina de una manera incontrolada. Sandra descubrió con un escalofrío que, lejos de ser fotos desenfocadas o descuadradas, eran imágenes perfectamente centradas, y con zoom de acercamiento incluido, de varias de las frases escritas en la pared, con aquella caligrafía tan extraña. De una cosa estaba segura: ella no había hecho aquellas fotos.




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