MISTERIO EN LA LAGUNA. CAPÍTULO 55.
Archivo Histórico Provincial. Guajara. La Laguna.
La señora Duguesclin miró su reloj: las
once de la mañana. A Pedro Hernández y a ella se les habían pasado dos horas
volando revisando documentos antiguos. El archivero se encontraba en su salsa y
se le notaba feliz yendo de aquí para allá trayendo y llevando legajos de
papeles viejos, cosidos a tapas de cuero, resguardados por cajas modernas de
cartón de Ph neutro. La francesa estaba asombrada de cómo aquel hombre conocía
los papeles del archivo, al menos de esos años del siglo XVIII que tanto les
interesaban. Pero aún le sorprendió más el enorme caudal de documentación que
atesoraba el archivo. Para revisar un solo año de documentos notariales, fuese
cual fuese, había que consultar al menos cuarenta o cincuenta tomazos llenos de
todo tipo de contratos, dotes, donaciones, testamentos, poderes, y cualquier
otro tipo de relación jurídica que fuera necesario registrar en una escritura.
En general, la labor era ardua y tediosa, sobre todo porque no existía un
catálogo moderno de lo que contenía cada caja. Catalogar todo aquello era un
trabajo de varias vidas que siempre se posponía y, por ello, tenían que mirar
escritura a escritura.
Hernández depositó otro par de legajos
sobre la mesa.
–Aquí están dos más de 1724 –anunció.
La señora Duguesclin, claramente abrumada
por el despliegue de información, estaba al borde del agotamiento. Su
conocimiento del idioma español era amplio, pero leer la escritura del siglo
XVIII, a veces con una letra muy personal del escribiente, la dejaba extenuada.
Y eso que Pedro decía que era más fácil de leer que la de siglos anteriores.
–Tendré que irme en unos minutos –respondió–.
Creo que sería conveniente que hiciéramos un resumen de lo que hemos
encontrado. Podemos seguir mañana.
El archivero no se esperaba que la mujer
quisiera irse tan pronto. Había dado por sentado que estarían toda la jornada
investigando. Tampoco le venía mal del todo. Marta le había llamado unos
minutos antes anunciándole que iba a pasarse por allí, con lo que también
estaría ocupado atendiéndola a ella.
–De acuerdo –dijo, y se sentó al lado de
la señora–. Recapitulemos.
–Hemos recorrido la vida de los tres
hermanos Solórzano desde 1680, fecha en que nació Pedro, el mayor, hasta 1724,
que es el año en que estamos en este momento –comenzó la francesa.
–Le recuerdo que no ha sido una visión
exhaustiva –advirtió el archivero–, lo que nos llevaría semanas, sino una
prospección de documentos que yo tenía anotados como relevantes. Puede que nos
hayamos saltado algo.
–De acuerdo, estoy prevenida, pero lo
esencial creo que está visto. Los tres chicos, que se llevaban unos dos años
entre ellos, recibieron la misma educación con un preceptor particular al uso,
antes de proseguir los estudios con los curas dominicos. Era lo normal en
aquella época. La influencia de los religiosos sobre los muchachos provocó que
dos de ellos optaran por la vida monacal.
–La chica, Lucía, debía de ser un portento
de inteligencia para que la admitiesen en esas clases, normalmente reservadas
para hombres.
–Siempre hemos tenido que ser el doble de
buenas que ustedes para que se nos aceptara.
Hernández levantó las manos en gesto de
defensa.
–Estamos hablando de tiempos pasados, no
mezclemos nuestras ideas e hoy con el pensamiento de otra época. Es un
anacronismo en el que es fácil caer. No obstante, reconozco que, en el fondo,
tiene usted toda la razón.
–Manuel fue el único de los tres hermanos
que hizo vida seglar –prosiguió la mujer–. Los contactos de su padre hicieron
que entrara como aprendiz de contable al servicio del marqués de Villanueva del
Prado, que, como el nombre es muy largo, lo llamaremos marqués de Nava, que
viene a ser lo mismo. En 1715, con unos treinta y tres años, pasó a ser el
tesorero del marqués, una vez se retiró su antecesor en el cargo.
–Pasaron varios marqueses por el título en
todos esos años –comentó Pedro–. Todos con nombres largos y rimbombantes.
–Sin embargo, lo que nos interesa es el
lugar donde trabajaba Manuel –insistió la francesa, cortando el discurso del
archivero.
–No hay duda de que fue en el propio palacio
de Nava. En aquella época ya estaba levantado, aunque su fachada todavía no
ofrecía el mismo aspecto que hoy día, con esa piedra azul tan oscura. La
terminación data de 1776, muchos años después.
–Pero el interior ya estaba terminado y no
se tocó desde entonces. Es el lugar donde parece que debe estar escondido uno
de los dos arcones.
Pedro sintió que la mujer iba demasiado
rápido.
–Existe esa posibilidad, sin duda. Otra
sería la de la casa donde vivió Manuel, donde está el archivo diocesano.
La francesa frunció el ceño antes de
contestar.
–Ese tipo de casas no ofrecía ninguna
seguridad si se trataba de ocultar algo durante siglos. Me inclino a pensar que
el palacio, fabricado de piedra, fue el lugar elegido por Manuel para ocultar
la caja fuerte.
Pedro recordó el asunto de la mujer
emparedada y el éxito que alguien había tenido algo en ocultar a la víctima
durante tres siglos entre dos paredes, pero no dijo nada. Creía que la señora
tenía razón: el palacio ofrecía mayor seguridad.
–También tenemos a la hermana menor
–prosiguió la señora Duguesclin–. Lucía se llamaba. Ingresó como novicia en
las monjas catalinas en 1725, casi a los cuarenta años. Bastante tarde, por
cierto.
–Es una época muy interesante de La
Laguna. Y se dieron por aquel entonces dos circunstancias extraordinarias.
–¿Cuáles? –preguntó la francesa.
–La primera: en aquella época en el
convento de las catalinas vivía María de León y Delgado, que adoptó el nombre
religioso de Sor María de Jesús, más conocida como la Siervita. Una mujer que
vivió en olor de santidad y a la que se atribuyen milagros y profecías. Se está
tramitando su expediente de beatificación. La segunda: también es de esos años
don Amaro Rodríguez Felipe, más conocido por Amaro Pargo, un rico comerciante
al que la leyenda insiste en hacerlo corsario.
–¿Todo el mundo tenía mote en aquel
tiempo?
Hernández sonrió.
–No todos, pero estos dos personajes sí
que eran conocidos por ellos.
–¿Y afectan para algo a lo que nos
interesa? –preguntó la francesa.
–Pues no lo sé. Tal vez. Por lo que se
sabe, en el convento de las catalinas apareció un manuscrito anónimo inédito atribuido
a la Siervita con cuatro mensajes supuestamente proféticos. Hay dos de ellos
que, de modo extraordinario, pueden encajar en nuestra búsqueda.
–Sorpréndame –pidió la mujer.
–Dos de las profecías son:
«[...] Sus virtudes y sus obras saldrán del sepulcro y
vendrán a alabarla en medio del santuario a pesar de que se haya ocultado
durante toda su vida. [...]»
«[...] Es necesario exponer a la luz lo que ha sido
sepultado en las tinieblas. [...]»
–“Ocultado durante toda su vida” y
“exponer a la luz lo que ha sido sepultado” –repitió la francesa–. Muy
sugerente, ¿no le parece, Pedro?
–Muchísimo, aunque hoy día se le ha dado
la interpretación de que se refiere al cadáver incorrupto de la beata.
–Tal vez sea posible otra interpretación
–concluyó la mujer–. De cualquier manera, de todo esto se deduce una conclusión
muy simple.
–¿Cuál?
–Que hay que buscar en los dos lugares: el
palacio de Nava y en el convento. Y cuanto antes, mejor.
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Estos capítulos corresponden a una
iniciativa de Mariano Gambín, en colaboración con sus amigos de Facebook, para
aportar un rato de entretenimiento en estos días de reclusión forzosa.
Si has llegado tarde al inicio, puedes
leer los demás capítulos en misterioenlalaguna.blogspot.com, y ofrecer ideas
para su continuación.
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