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Mostrando entradas de abril, 2020
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MISTERIO EN LA LAGUNA. CAPÍTULO 38. Al término de la comida con Sandra, Marta se acercó a la facultad de Historia. Había recibido una llamada de unos sus colaboradores, Roberto, en la que le anunciaba que ya tenía los resultados del examen del laboratorio de los restos hallados emparedados. La arqueóloga le indicó que llegaría en pocos minutos. Tras recoger el coche en su casa, salió a la autovía y tomó el sentido descendente. Entró por la gran rotonda de los centros comerciales, cruzó el puente por encima del fluido tráfico y rodeó a la mitad la siguiente rotonda. Bajó el tramo descendente y giró a la izquierda para terminar entrando en el aparcamiento reservado a los profesores del Campus de Guajara. El laboratorio se encontraba en la primera planta del edificio departamental de la facultad de Geografía e Historia. Marta entró en el gigantesco patio interior cubierto del edificio, blanco y frío, y subió por las escaleras a su departamento, el de Prehistoria. Se diri
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MISTERIO EN LA LAGUNA. CAPÍTULO 37 La oficina de denuncias de la comisaría de la Policía Nacional se había convertido en un hervidero de gente. Además de las personas que iban a denunciar cualquier cosa denunciable, se juntaron allí cinco monjas del convento de las Claras, el grupo de Ariosto y sus acompañantes, y el empleado del taller del Obispado junto con el cura administrador de la residencia sacerdotal. La previsión, dada la velocidad de trabajo de los policías que tomaban declaración, es que estuvieran allí varias horas. Había mucho que denunciar. El inspector Galán hizo un aparte con Ariosto en el exterior, junto a las altas palmeras que custodiaban el acceso al aparcamiento del recinto policial. Ariosto le puso al corriente con detalle de los acontecimientos de los dos últimos días. –Y esa búsqueda del Grial –comentó el policía cuando su amigo terminó el relato–. ¿No le suena a fábula esotérica? –Yo soy tan escéptico como usted, Antonio. Pero la realidad es que ha
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MISTERIO EN LA LAGUNA. CAPÍTULO 36 El inspector Galán tardó sus buenos diez minutos en ceder a los ruegos y peticiones que aquel grupo tan heterogéneo le estaba formulando con tanta insistencia. Por un lado, Ariosto, su tía Adela y el chófer, Sebastián, que en realidad se llamaba Olegario. Junto a ellos, Pedro Hernández, el archivero, que hacía causa común con los anteriores; y, finalmente, la extraña señora Duguesclin, tan de negro, con su chófer, que no abría la boca para nada. Todos ellos le pedían que les permitiera acompañarle al taller del obispado, donde se había producido el tercer allanamiento del día, antes de presentar la denuncia en la comisaría. Galán decidió que tal vez fuera de ayuda la presencia de alguno de ellos. –De acuerdo. Que las monjas denuncien primero y ustedes después. Pero lo de acompañarme todos al obispado, no puede ser. Es el escenario de un delito y la presencia de tanta gente no facilitará las cosas a la policía. Solo me acompañarán dos de uste
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MISTERIO EN LA LAGUNA. CAPÍTULO 35 –La cruz del Cristo lleva una semana en el taller del Obispado. Necesitaba que se restaurase la pintura que hay sobre la madera –explicó la madre abadesa–. Por si no lo saben, a principios del siglo XVIII, sobre la madera se pintó la figura del Cristo que estuvo adosado a la cruz. Un investigador de aquí, el doctor Carlos Rodríguez, logró atribuir la autoría al pintor Quintana, uno muy famoso en su época. –Entonces, quien ha entrado en el convento, no ha podido ver la cruz –dijo Ariosto. –En el lugar donde estaba hemos puesto una fotografía y un aviso –respondió la religiosa. –¿Y qué decía el aviso? –Que estaba en restauración. Ariosto se mordió el labio inferior. Él no conocía con exactitud el lugar donde se restauraban aquellas obras de arte religiosas, pero eso no quería decir otra persona más informada sí que lo supiera. –Me temo que tendremos que acercarnos a ese taller –concluyó. –De momento, a donde vamos a ir todos es a la p
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MISTERIO EN LA LAGUNA. CAPÍTULO 34 La Laguna El Mercedes 300 del 60 de Ariosto y el Audi de la señora Duguesclin acabaron aparcados en el parking subterráneo de la plaza del Cristo. El lugar donde se enclavaba el convento de las Claras, en la calle del Agua, era un lugar de difícil estacionamiento. A Olegario no le gustaba nada dejar un coche tan singular en un aparcamiento público, pro no le quedó otro remedio. Al echar un vistazo a las plazas reservadas a la policía en la calle, comprobó que estaban todas ocupadas, y el aparcamiento interno policial se encontraba, como siempre, atestado. Las cinco personas subieron a la plaza y caminaron por la calle Viana en dirección a la inmensa manzana que ocupaban los muros del edificio religioso. La entrada al museo de Arte Sacro se encontraba en la fachada de daba a esa vía. En cinco minutos llegaron a la única abertura en todo el tramo de pared, una puerta sencilla, antigua, como el resto de la construcción. Un cartel en su parte