MISTERIO EN LA LAGUNA. CAPÍTULO 37




La oficina de denuncias de la comisaría de la Policía Nacional se había convertido en un hervidero de gente. Además de las personas que iban a denunciar cualquier cosa denunciable, se juntaron allí cinco monjas del convento de las Claras, el grupo de Ariosto y sus acompañantes, y el empleado del taller del Obispado junto con el cura administrador de la residencia sacerdotal. La previsión, dada la velocidad de trabajo de los policías que tomaban declaración, es que estuvieran allí varias horas. Había mucho que denunciar.
El inspector Galán hizo un aparte con Ariosto en el exterior, junto a las altas palmeras que custodiaban el acceso al aparcamiento del recinto policial. Ariosto le puso al corriente con detalle de los acontecimientos de los dos últimos días.
–Y esa búsqueda del Grial –comentó el policía cuando su amigo terminó el relato–. ¿No le suena a fábula esotérica?
–Yo soy tan escéptico como usted, Antonio. Pero la realidad es que hay alguien que no tiene el menor escrúpulo en entrar en propiedades ajenas, pistola en mano, en su busca. Y ya van cuatro allanamientos.
Galán contó a su vez a Ariosto los resultados de los informes de la Interpol y los asesinatos relacionados con el Graal francés.
–Tal vez sea la misma gente –concluyó el inspector–. En ese caso, nos encontramos con un asunto peligroso. Debería hablar con mis compañeros de Santa Cruz para ponerle una escolta policial.
–No creo que sea necesario. La pista que seguíamos nos ha llevado a un callejón sin salida. Si hubo algo escondido dentro de la cruz del Cristo, ya no está ahí. Y desde hace mucho tiempo. Desde mi punto de vista, se trata de un caso cerrado.
El policía reflexionó sobre las palabras de Ariosto.
–Tal vez. Pero me extraña que el criminal, o criminales, se hayan tomado tantas molestias para abandonar ahora. Siguen estando en la isla, y eso me preocupa.
–Según nos comentó Tomás, el empleado de mantenimiento del obispado, el intruso, una vez que vio el hueco vacío, le preguntó dónde estaba lo que contenía, a lo que contestó que no lo sabía, que ya se lo había encontrado así. Y le especificó que, por la cantidad de capas de barniz y pintura que había sobre la tapa de madera, habían transcurrido muchos años desde la última manipulación, siglos con toda seguridad. Eso viene a decir que el delincuente sabe lo mismo que nosotros, que es prácticamente nada.
–En eso estoy de acuerdo. Pero sigo sin fiarme. Es importante que usted se mantenga alerta. Prevenga a Sebastián. Y como vuelva a ocurrir algo, de la escolta no se libra.
Ariosto asintió, confiado en que no ocurriría nada más. Se despidieron y el inspector se dirigió a su despacho. Antes de entrar en la oficina de denuncias, la señora Duguesclin salió a su encuentro.
–Señor Ariosto –le dijo, seria y grave, como siempre–. No sabe cuánto lamento los inconvenientes que este asunto le está creando.
–No se lo tomo en cuenta, señora. No es culpa suya.
–Pero me siento en cierta manera responsable. Tal vez los Custodios me hayan seguido y les haya llevado hasta usted.
Ariosto repasó mentalmente la frase.
–Usted cuenta con que quienes han perpetrado estas tropelías son los miembros de esa orden secreta.
–Por supuesto –aseveró la mujer–. No me cabe la menor duda. Y sé que son peligrosos. Por ello, Ambrosio siempre está cerca.
–La cuestión de la peligrosidad parece estar fuera de toda duda. Pero el caso ha finalizado. La pista del crucifijo de mi familia resultó ser cierta, pero ha terminado sin resultado alguno en el hueco vacío de la cruz del Cristo. Se acabó.
La mujer miró a Ariosto con fijeza, como valorándolo.
–¿Usted cree? Yo no lo veo así.
Ariosto, sorprendido, le devolvió la mirada.
–¿Hay algo más? ¿Qué se le ha ocurrido?
–El hecho de que en el hueco de la cruz no haya nada no presupone que nunca lo hubiera. Alguien en algún momento del pasado, sacó su contenido y, lo más probable, lo escondió en otro lugar.
–Pero no hay forma de averiguarlo. Ha pasado demasiado tiempo.
–Siempre hay un hilo del que tirar, señor Ariosto. Por lo pronto, según dijo la abadesa, tenemos conocimiento de que una persona actuó sobre la cruz a finales del siglo XVIII. Y no me extrañaría nada que fuera la última persona que la manipuló.
–¿A quién se refiere? ¿A alguna de las monjas? No creo que las religiosas hayan tenido escondido nada durante todo este tiempo sin que saliera alguna vez a la luz. A fin de cuentas, hubiera sido todo un privilegio disponer de una reliquia de ese calibre en el convento. El asunto se hubiera filtrado.
–No me refiero a las monjas, aunque nunca se puede descartar del todo su intervención. Recuerde lo que dijo la reverenda madre.
–Mencionó que sobre la madera de la cruz se había pintado la figura exacta de la estatua que había estado fijada en ella durante muchos años.
–Usted mismo lo vio en el taller cuando se le dio la vuelta a la cruz. Es un bello retrato, pintado sobre su superficie, de la efigie original que se trasladó a otra cruz de plata en la que está actualmente.
–Es cierto, lo vimos todos.
–Pues ya tenemos un punto de partida. El último que tuvo la cruz para él solo durante una temporada, y pudo actuar sobre ella, fue una sola persona.
–El pintor.
–Exacto. ¿No se llamaba Quintana?



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Estos capítulos corresponden a una iniciativa de Mariano Gambín, en colaboración con sus amigos de Facebook, para aportar un rato de entretenimiento en estos días de reclusión forzosa.
Si has llegado tarde al inicio, puedes leer los demás capítulos en misterioenlalaguna.blogspot.com, y ofrecer ideas para su continuación.

                               

Comentarios

  1. Me atrevo con una nueva propuesta Sr. Gambín.
    Mil gracias y saludos

    Las luces del alba despuntan sobre la Ciudad de los Adelantados
    La Plaza del Cristo está en obras, por fin, los Laguneros han conseguido que vuelva a resurgir del olvido su Plaza con más sentimiento.
    Un revenir de obreros a sus puestos de trabajo, un devenir de miradas intrigantes y un resurgir de voces y sonidos animan el comienzo de este Lunes tan esperado.
    -Algo pasa! murmuran entre ellos los capataces del tiempo, los del pelo blanco y surcos en sus rostros...
    Ariosto junto a Olegario observan desde la acotada zona de seguridad las indicaciones del Ingeniero, tía Enriqueta le había comentado el inicio de las obras ese día y su amiga Marta Herrero pasaría por allí.
    -Paren! dijo el Ingeniero, paren ahora mismo de picar!!!...
    La fría loza que recubre la Plaza, la más cercana a la Fuente central había cedido dejando a la vista unas escaleras hacia la profunda oscuridad...
    -Es un pasadizo!!!...
    Olegario con voz trémula comenta, esta Laguna es como un queso de Benijo, Señor Ariosto, repleto de laberintos en sus entrañas...

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    Respuestas
    1. Lo tomaré en cuenta, aunque ahora los tiros no van mucho por ahí. Un beso

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