MISTERIO EN LA LAGUNA. CAPÍTULO 56
Archivo Diocesano. La Laguna.
Archivo Diocesano. La Laguna.
Sandra saludó con dos besos a Jaime Barreto, el jefe de sala
del Archivo Diocesano, la mano derecha del director atropellado, en cuanto salió
de su despacho a recibirla.
–Tengo entendido que don Adrián está fuera de peligro –le dijo
al archivero a continuación.
–Eso me han dicho –contestó con expresión de alivio–. No
sabes lo preocupados que nos ha tenido a todos. Según los médicos, esta tarde
podrá ir a visitarle la familia. Te agradezco mucho que me llamaras para
avisarme de lo que había pasado.
–No tiene importancia. Fue pura casualidad verlo ayer en el
hospital –mintió Sandra–. Me comentó algún detalle del accidente. Un coche
grande y oscuro le alcanzó por detrás y se dio a la fuga.
–Hay que ver cómo todavía hay canallas por ahí fuera. Lo
menos que se puede hacer es auxiliar a un accidentado.
–Estoy de acuerdo.
Sandra decidió no comentarle sus sospechas de que el atropello
no había sido accidental y centrarse en lo que le había llevado hasta aquel
archivo religioso. Se volvió y Conchín, que se habían mantenido unos pasos
apartada, se acercó a la pareja.
–Te presento a una amiga, Conchín –Sandra se dio cuenta de que
no conocía el apellido–. Estoy haciendo un reportaje con ella.
Barreto le dio la mano con elegancia.
–Encantado, señora.
La mujer le sonrió.
–Señorita, por favor. Vuelvo a estar divorciada, gracias a Dios.
El jefe de sala la miró algo desconcertado.
–A veces puede ser un alivio –comentó, por decir algo.
–No lo sabe usted bien, joven –concluyó la mujer, satisfecha
de su afirmación.
Barreto se dirigió a Sandra.
–¿Vienes por lo de la entrevista? No sé si te puedo servir
de algo.
–Tal vez –respondió Sandra, dispuesta a empezar–. ¿Sabías
que don Adrián había descubierto cierta información sobre el propietario de
esta casa?
Barreto respondió al instante, sin dudar una décima de
segundo.
–Claro, fui yo quien encontró el dato. Me había pedido que
buscara en los papeles antiguos alguna referencia a esta casa y apareció el
nombre de don Manuel Solórzano y Quesada y Sánchez de Barandiarán.
A Sandra le saltó una luz en el cerebro al escuchar un nombre
tan largo.
–Espera. Esos apellidos de don Manuel, ¿no son un poco
extensos?
–Era la costumbre de la época. Cuando se tenían apellidos de
prestigio y se entroncaba con otra familia importante, se unían todos los
apellidos y daba lugar a esa retahíla interminable.
–Entonces, los apellidos Solórzano y Quesada estaban unidos
en su línea paterna.
–Exacto. Creo que fue su abuelo quien los unió. Alguna razón
tendría, no lo sé.
–¿Y no tendría, por casualidad, progenitores que se llamaran
también Manuel?
–Por lo que he visto en varias escrituras, hay toda una línea
de padres e hijos con ese nombre.
–¿Hay varias generaciones de personas que se llamaron igual?
¿Manuel de Solórzano y Quesada?
–De primer apellido sí. Variaría el segundo. No es tan
extraño, en muchas familias al primogénito se le llama igual que al padre.
–¿Podrías decirme si en torno a 1730 había un Manuel Solórzano
y Quesada?
–Te puedo asegurar que sí. Su hijo fue quien unió los
apellidos. Pero, en lo que respecta a mi investigación, no he encontrado ninguna
escritura que atestigüe que ese señor fuera el propietario de esta casa donde
estamos. Lo fue su bisnieto.
–Pero que no la hayas encontrado no significa que no sea
posible. A fin de cuentas, era el bisabuelo del propietario de 1807.
Barreto se encogió de hombros.
–Nada impide esa posibilidad, pero no se puede asegurar con
los documentos en la mano.
Conchín le puso la mano en el hombro a Sandra.
–Querida –le dijo a la periodista–, ya que conoces a toda la
familia, ¿qué tal si vamos a donde teníamos que ir?
Sandra comprendió que el tiempo de la sensitiva era limitado
y tenía que atenderla.
–Jaime, ¿podríamos acercarnos al lugar del emparedamiento?
–Claro –Barreto se alegró de que el interrogatorio hubiera
terminado–. Vamos abajo.
Los tres descendieron a la planta de calle y cruzaron la
zona de depósito de documentos hasta llegar a la pared trasera. El hueco era
perfectamente visible en el muro y en el suelo permanecían alineadas las
piedras que se habían extraído. Sandra comprobó la existencia de un mensaje
escrito, visible a duras penas, en los bloques. Sacó rápidamente un par de fotos
con su móvil y miró a Conchín. La mujer examinaba la estancia a su alrededor como
si buscara algo. Como si olfateara algo.
–Necesito espacio –le comentó en voz baja. Sandra comprendió.
–Jaime –le dijo la periodista al archivero al tiempo que le
tomaba del brazo y se lo llevaba a otra dependencia–. Me gustaría hacerte un
par de preguntas y sacar varias fotos de las estanterías de los legajos. ¿Podemos?
–Por supuesto –respondió Barreto–. ¿No le importa a tu amiga
quedarse sola un momento?
–Te aseguro que no –le respondió, con una sonrisa en los
ojos.
En cuanto ambos se perdieron de vista, Conchín dejó el bolso
colgado del pomo de una puerta y se acercó con lentitud al lugar del
emparedamiento. Se asomó al espacio donde había perecido la víctima y cerró los
ojos. Trató de sentir algo. Tras varios segundos, no lo logró. Notó que el lugar
estaba muy contaminado. Había pasado mucha gente por allí recientemente dejando
su impronta. Decidió cambiar de estrategia. Alargó el brazo y tocó el grillete
unido a la anilla de la pared.
Entonces la oscuridad desapareció de su mente y contempló una
escena que olvidaría nunca.
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Estos capítulos corresponden a una iniciativa de Mariano
Gambín, en colaboración con sus amigos de Facebook, para aportar un rato de
entretenimiento en estos días de reclusión forzosa.
Si has llegado tarde al inicio, puedes leer los demás
capítulos en misterioenlalaguna.blogspot.com, y ofrecer ideas para su
continuación.
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