MISTERIO EN LA LAGUNA. CAPÍTULO 35


–La cruz del Cristo lleva una semana en el taller del Obispado. Necesitaba que se restaurase la pintura que hay sobre la madera –explicó la madre abadesa–. Por si no lo saben, a principios del siglo XVIII, sobre la madera se pintó la figura del Cristo que estuvo adosado a la cruz. Un investigador de aquí, el doctor Carlos Rodríguez, logró atribuir la autoría al pintor Quintana, uno muy famoso en su época.
–Entonces, quien ha entrado en el convento, no ha podido ver la cruz –dijo Ariosto.
–En el lugar donde estaba hemos puesto una fotografía y un aviso –respondió la religiosa.
–¿Y qué decía el aviso?
–Que estaba en restauración.
Ariosto se mordió el labio inferior. Él no conocía con exactitud el lugar donde se restauraban aquellas obras de arte religiosas, pero eso no quería decir otra persona más informada sí que lo supiera.
–Me temo que tendremos que acercarnos a ese taller –concluyó.
–De momento, a donde vamos a ir todos es a la puerta principal –indicó Galán–. Acabo de llamar al subinspector Ramos, que estará aquí con varios agentes en cinco minutos. Les recuerdo que puede haber uno o varios hombres armados en el edificio. Vamos.
Encabezados por el inspector, el grupo de más de veinte personas salió de la zona de residencia de las monjas y se dirigió, rodeando el patio central, a la zona de entrada. Su llegada al portón coincidió con la de los policías, que aparecieron a la carrera. Galán puso a sus compañeros al corriente en diez segundos.
–Cubre las salidas exteriores de cada calle con cuatro hombres –ordenó a Ramos–. Los demás, a revisar el convento por dentro, y un par más aquí, en la puerta.
Los policías se distribuyeron el trabajo rápidamente y dejaron al grupo de monjas y visitantes en una tensa espera. La señora Duguesclin se acercó a la madre abadesa.
–¿Cuánto tiempo lleva la cruz en el convento, madre? –le preguntó.
–Desde tiempo inmemorial. Diría que más de trescientos cincuenta años –respondió la religiosa.
–¿Y tiene noticia de que alguna vez se haya realizado sobre ella labores profundas de restauración?
La monja no tuvo que rememorar demasiado para contestar a la pregunta.
–Que yo recuerde, nunca. Y es muy poco probable que se le hiciera ningún tratamiento. La cruz estuvo colocada en la iglesia del convento, pero en el coro bajo, detrás de la reja de clausura. Es un lugar donde solo entran las monjas.
–Entonces, durante trescientos años, ¿solo las hermanas han podido acercarse a la cruz?
–Pues sí, así es.
–Estupendo –sonrió la francesa.
–¿Por qué estupendo?
–Pues porque eso significa que nadie ha tocado la cruz en siglos, que es lo que nos interesa.
–¿Y qué tiene esa cruz que le interesa tanto? –la madre abadesa comenzaba a sentir curiosidad.
En ese momento intervino Pedro Hernández.
–Trabajamos sobre una simple hipótesis, madre. Es posible que la cruz tenga un hueco que contenga algo en su interior. Es lo que tratamos de comprobar.
–¿Algo en su interior? ¿Dentro de la madera? No lo veo muy claro. El fondo de la cruz no es muy ancho.
–Eso lo sabemos, pero incluso así es posible que exista un hueco de las dimensiones precisas para contener algo. Por ello, le pedimos permiso para examinar la cruz.
–Mientras no sufra daño alguno, por mí no hay problema. Lo que no estoy segura es de si necesitan el permiso del obispo también.
–En ese caso –dijo Ariosto, sonriendo–, no habrá problema. Me debe un par de favores.
Adela sonrió a su vez. ¿Quién no le debía favores a Ariosto? Cada vez que alguien necesitaba entradas de primera fila en algún acontecimiento cultural relevante acudía a él. Su sobrino siempre respondía eficientemente a esa clase de peticiones y con ello se llevaba el agradecimiento, y la promesa de devolución del favor, de muchas personas de cierta importancia en la vida social de la isla.
Galán volvió al lugar donde se encontraba el grupo.
–No hay nadie en el edificio –aseguró el policía–. Ni hemos notado que haya habido vandalismo o que falte algo. Pero tendrán que ser ustedes, madre –añadió, dirigiéndose a la abadesa– quienes deban comprobarlo. En cuanto terminen la revisión, la quiero a usted y a las hermanas que vieron al asaltante en la comisaría para interponer la correspondiente denuncia, por favor.
La monja asintió y dio las instrucciones correspondientes a sus compañeras, que se desperdigaron por el convento.
Galán se dirigió a Ariosto y a sus acompañantes.
–Y eso va también por ustedes. Me acompañan ahora a poner por escrito lo que ha venido ocurriendo hoy.
El subinspector Ramos, que venía de sostener una conversación telefónica, se acercó a Galán.
–Jefe, acaban de llamar del obispado. Alguien ha entrado allí y ha revuelto uno de sus talleres. Es posible que se hayan llevado algo.
–Hay que ver cómo estamos hoy con los religiosos –dijo Galán, y se volvió hacia el grupo de Ariosto–. ¿No tendrán ustedes algo que ver con todo esto?
Ariosto adoptó su mejor expresión de inocencia y contestó por los demás.
–Pero, estimado Antonio, ¿cómo se le ha ocurrido pensar algo así?



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Estos capítulos corresponden a una iniciativa de Mariano Gambín, en colaboración con sus amigos de Facebook, para aportar un rato de entretenimiento en estos días de reclusión forzosa.
Si has llegado tarde al inicio, puedes leer los demás capítulos en misterioenlalaguna.blogspot.com, y ofrecer ideas para su continuación.




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