MISTERIO EN LA LAGUNA. CAPÍTULO 34

La Laguna

El Mercedes 300 del 60 de Ariosto y el Audi de la señora Duguesclin acabaron aparcados en el parking subterráneo de la plaza del Cristo. El lugar donde se enclavaba el convento de las Claras, en la calle del Agua, era un lugar de difícil estacionamiento. A Olegario no le gustaba nada dejar un coche tan singular en un aparcamiento público, pro no le quedó otro remedio. Al echar un vistazo a las plazas reservadas a la policía en la calle, comprobó que estaban todas ocupadas, y el aparcamiento interno policial se encontraba, como siempre, atestado.
Las cinco personas subieron a la plaza y caminaron por la calle Viana en dirección a la inmensa manzana que ocupaban los muros del edificio religioso. La entrada al museo de Arte Sacro se encontraba en la fachada de daba a esa vía.
En cinco minutos llegaron a la única abertura en todo el tramo de pared, una puerta sencilla, antigua, como el resto de la construcción. Un cartel en su parte superior indicaba que allí se exponían tesoros artísticos. La entrada del museo, por supuesto, estaba cerrada.
Ariosto había llamado a Galán y a Pedro Hernández desde el coche avisándoles de su llegada. En pocos minutos se reunirían todos allí.
El primero en llegar fue Galán, que apareció por la calle Anchieta. La comisaría le quedaba muy cerca y salió a la hora acordada. El porte atlético del inspector y su amabilidad agradaban a Adela, que se adelantó a recibirlo con dos besos. Tras ella, saludó a todos los presentes con un apretón de manos.
-¿Ha ocurrido algo más desde que hablamos por teléfono? –preguntó el policía.
-Que las monjas no responden al teléfono –respondió Ariosto-. Estamos esperando a Pedro Henández, que las conoce.
El susodicho apareció de inmediato por la otra esquina, la de la calle San Agustín, apretando el paso y mirando su reloj con preocupación. Al ver a las seis personas que lo esperaban, hizo un ademán de disculpa. Llegó en un minuto.
-Perdónenme, pero es que acabo de salir del archivo, mi horario no me permite salir cuando me apetezca –se excusó.
-No se preocupe, llevamos apenas un minuto aquí, Pedro –contestó Ariosto, que hizo las presentaciones de los franceses. Una vez terminadas, Galán le preguntó:
-¿Es normal que las monjas no respondan al teléfono? ¿Es la hora de su comida? ¿Tienen rezos o algo así?
Las monjas son pocas, pero atentas –respondió el archivero-. Siempre hay alguna cerca de la puerta. Es lo que más me extraña. ¿Vamos a la puerta principal?
Los siete caminaron hasta la siguiente esquina del edificio y doblaron a la izquierda. Pasaron por delante de la sencilla y elegante puerta de acceso a la iglesia del convento y continuaron hasta la bocacalle que desembocaba en la calle del Agua, o Nava y Grimón, como se la llama ahora de modo oficial. En ese nuevo tramo existían varias puertas, todas cerradas, de las cuales la más grande disponía de un videoportero en la fachada. La antigüedad del edificio no estaba reñida con la técnica moderna.
-Para ser un lunes, la clausura no debería ser tan estricta –comentó Pedro en el momento de pulsar el timbre de llamada.
 Pasaron quince segundos y no hubo respuesta. Hernández volvió a pulsar dos veces consecutivas, tratando de llamar más la atención. Pasó medio minuto y recibieron el mismo silencio.
-Haber, hay alguien en casa seguro. Les puedo asegurar que las monjas no salen nunca. Es un convento de clausura.
-Prueba de nuevo con el teléfono, por favor –pidió Galán.
Pedro así lo hizo sin que contestaran.
-Esto comienza a ser preocupante –indicó el archivero cuando colgó tras perder la llamada.
-¿Qué hacemos? –preguntó Adela, impaciente, como siempre.
-Pues no podemos tirar la puerta abajo –contestó el policía-. Pedro, ¿conoces a alguien que tenga la llave del convento? ¿Personal de mantenimiento? ¿Del obispado?
El archivero se rascó la nuca.
-Sería algo comprometedor, no muy bien visto, que alguien tuviera las llaves de un convento de monjas. Me temo que nadie ha pensado que sea necesario disponer de ellas. Es que siempre están dentro.
Olegario, que se mantenía en un discreto segundo plano dentro del grupo, dio un paso al frente.
-Si al señor inspector le parece bien, podría intentar abrir la puerta. La cerradura es buena, pero no es invencible.
Galán se lo pensó dos veces antes de responder.
-No es el procedimiento normal, pero, como según ustedes, se puede estar cometiendo algún delito dentro, haré la vista gorda en esta ocasión.
Todos sonrieron ante la complicidad del policía y dejaron paso al chófer, que sacó del bolsillo de su chaqueta un estuche que contenía un juego de ganzúas, algo como muy natural en él.
-Sebastián es un hombre de recursos –advirtió Adela a la señora Duguesclin, que observaba los acontecimientos algo sorprendida.
-Ya veo –contestó sin más comentarios, y cruzó la mirada con Ambrosio, su chófer.
Olegario se afanó durante menos de un minuto en la cerradura, arropado por la cercanía de Galán y Ariosto, que trataban de ocultar a los pocos coches que pasaban a aquella hora lo que estaba haciendo el chófer. Al fin, un clic indicó que la puerta se había abierto.
-¿Entramos todos? –preguntó Ariosto a Pedro.
-Mejor que no nos quedemos en la calle, parecemos un grupo de lo más sospechoso. La clausura está más adentro, hay una zona de recepción de visitas al entrar.
El grupo hizo caso al archivero y sus componentes se introdujeron por la puerta en el mundo de silencio y tranquilidad que existía tras los muros.
Pedro se dirigió a la portería, abrió la puerta y no vio a nadie en la pequeña oficina.
Un pequeño pasillo les llevó a asomarse a un espléndido claustro con patio ajardinado, uno de los dos del edificio, que daba acceso a la residencia de las religiosas.
-No viven mal estas monjas –dijo la señora francesa.
-Lo que ve es fruto de la rehabilitación del edificio de hace pocos años –dijo Pedro-. Antes, las hermanas vivían en condiciones deplorables.
-Todo esto es muy bonito –intervino Adela-. Pero, ¿qué hacemos ahora?
-¿Por dónde se entra a la residencia de las monjas, Pedro? –preguntó Galán.
El archivero indicó el camino iniciándolo. Todos le siguieron por uno de los pasillos del rectángulo claustral de madera y cristal y doblaron a la izquierda. Escucharon en ese momento unos golpes tras la puerta del fondo.
-¿Oyen lo que yo? –preguntó Ariosto a sus acompañantes.
-Alguien está dando golpes detrás de esa puerta –contestó Galán. La puerta se encontraba cerrada con llave desde el exterior.
-Alguien ha salido por aquí y ha cerrado desde fuera.
El policía se detuvo, se puso unos guantes de trabajo, giró la llave y abrió la puerta. Se asomó al otro lado y se encontró con un distribuidor, una escalera y dos pasillos a ambos lados. Los golpes provenían del de la izquierda.
-Por allí está el comedor y unas alacenas para guardar provisiones –dijo Pedro. Ante la mirada curiosa de Adela, creyó de debía explicarse-. Estuve aquí cuando las obras, no es que entre yo en la clausura a menudo.
-Si yo no digo nada –respondió la mujer, sonriendo ante el embarazo del archivero.
Galán, Ariosto y Olegario se acercaron a paso ligero y se enfrentaron a tres puertas. Detrás de una de ellas se sentían los golpes. También estaba cerrada con llave desde fuera.
-¡Policia! –avisó Galán antes de girarla- .¡Voy a abrir!
El inspector abrió la puerta y se encontró, al otro lado, en un cubículo estrecho sin ventanas que hacía de almacén, a todas las monjas del convento, una quincena. La expresión de sus rostros cambió de la angustia a la sorpresa y desembocó en una de alivio en cuanto le vieron.
-Soy el inspector Galán, de la Policía Nacional. ¿Qué ha ocurrido aquí?
Una de las religiosas se adelantó. Ariosto reconoció a la madre superiora.
-Soy la abadesa. Un hombre, no sé si habrá más, se ha introducido en el convento y nos ha encerrado aquí a todas juntas a punta de pistola.
-¿Se encuentran bien?
-Perfectamente, gracias. Con natural indignación, como puede suponer.
-¿Cuánto hace de eso? –preguntó el policía.
-Hará casi una hora. No lo sé con seguridad –contestó la abadesa.
-Tengo que registrar el edificio –dijo Galán-. ¿Puede acompañarme?
-Claro que sí. Estoy admirada de lo pronto que ha acudido la policía. Y sin llamarles.
La abadesa reconoció a Pedro en el grupo. -¿Has tenido algo que ver, Pedro?
-Buenas tardes, reverenda madre –contestó el archivero-. En realidad, veníamos a hacerle una visita, y mire por dónde.
-Esta vez acertaste. Hijo. ¿Y para qué querían verme?
-Es importante que visitemos el museo, madre –dijo Ariosto.
Le religiosa se fijó en el hombre que le había hablado, le sonaba de algo, pero no recordaba en aquel momento de qué.
-¿El museo? Hoy se merecen entrada gratuita. ¿Y por qué el museo? ¿Quieren ver algo en especial?
Pedro Hernández se adelantó a los demás.
-Examinar la cruz del Cristo.
-¿La cruz? Pues hoy no está en el museo.
La siguiente pregunta provino de varios de los integrantes del grupo visitante.
-¿Y dónde está?



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Estos capítulos corresponden a una iniciativa de Mariano Gambín, en colaboración con sus amigos de Facebook, para aportar un rato de entretenimiento en estos días de reclusión forzosa.
Si has llegado tarde al inicio, puedes leer los demás capítulos en misterioenlalaguna.blogspot.com, y ofrecer ideas para su continuación.



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