MISTERIO EN LA LAGUNA. CAPÍTULO 36

El inspector Galán tardó sus buenos diez minutos en ceder a los ruegos y peticiones que aquel grupo tan heterogéneo le estaba formulando con tanta insistencia. Por un lado, Ariosto, su tía Adela y el chófer, Sebastián, que en realidad se llamaba Olegario. Junto a ellos, Pedro Hernández, el archivero, que hacía causa común con los anteriores; y, finalmente, la extraña señora Duguesclin, tan de negro, con su chófer, que no abría la boca para nada. Todos ellos le pedían que les permitiera acompañarle al taller del obispado, donde se había producido el tercer allanamiento del día, antes de presentar la denuncia en la comisaría. Galán decidió que tal vez fuera de ayuda la presencia de alguno de ellos.
–De acuerdo. Que las monjas denuncien primero y ustedes después. Pero lo de acompañarme todos al obispado, no puede ser. Es el escenario de un delito y la presencia de tanta gente no facilitará las cosas a la policía. Solo me acompañarán dos de ustedes.
El grupo se reunió y, tras un rato de deliberaciones, acordaron que acompañarían al inspector Pedro Hernández, Ariosto y la señora Duguesclin.
–Dije dos –repuso el policía.
–Estimado Antonio –replicó Ariosto–, son imprescindibles en este caso los conocimientos que poseen Pedro y la señora Duguesclin. Si hay algún detalle histórico artístico en el que fijarse, ellas son las personas idóneas para el caso. Sin duda, pueden aportar mejor que nadie algún dato que a la policía es posible que se le pase por alto.
–Me ha convencido, ellos dos vienen. Pero, ¿y usted, Luis?
Ariosto se sorprendió de la pregunta, pero reaccionó de inmediato, esbozando la mejor de sus sonrisas.
–Yo, querido amigo, siempre soy imprescindible.
Galán sonrió ante la respuesta. Su amigo era incorregible.
–Iremos todos, aunque los demás nos quedamos fuera –indicó Adela–. Hay gente peligrosa en estas calles y quiero sentir seguridad.
Galán miró al cielo, impotente. No había nada peor que ser amigo de las personas que debían obedecer tus órdenes, pensó.
El grupo de siete personas, más Galán y Ramos, se encaminaron al comienzo de la calle Anchieta y comenzaron a recorrerla en sentido oeste. La estrecha acera provocó que todos fueran casi en fila india, formando una curiosa comitiva. El obispado tenía un taller de reparaciones de todo lo que se podía estropear en una iglesia, desde las excelsas obras de arte, pasando por el mobiliario, hasta los cables de las lámparas. Pero no se encontraba en el mismo edificio principal, en lo que en otro tiempo fue el palacio Salazar de Frías, en la calle de San Agustín, sino en los bajos de la residencia sacerdotal, que compartía patio trasero con la sede obispal, y a la que se accedía por la calle Anchieta.
Al contrario que el hogar de los curas, que era un edificio anodino de relativa modernidad, el obispado era una construcción noble que destacaba de los circundantes como un neón encendido en la noche debido a su fachada barroca de piedra gris azul marino, tan especial, que solo tenía similitud con el palacio de Nava, en la plaza el Adelantado, ambos provistos de un oscuro aire de misterio, sobre todo en los días de lluvia.
El trayecto duró apenas diez minutos, y la puerta de la residencia se encontraba tan solo a un par de números de gobierno de distancia, en la misma calle, que el Archivo Diocesano. Estaban ocurriendo cosas extrañas en lugares muy cercanos, observó Galán.
Les recibió uno de los sacerdotes que se encargaban del cuidado de la residencia. don Claudio, un cura que llevaba ya muchos años de jubilación, quien les presentó a Tomás, el veterano encargado de mantenimiento, que les introdujo en el taller, la primera puerta a la derecha.
Galán y Ramos, seguidos por Ariosto, Pedro y la señora Duguesclin, que se mantenían una discreta distancia de un par de metros, entraron en un amplio salón que tenía una salida directa a la calle que permanecía cerrada. Olía a barnices y serrín, con un leve aroma a plástico quemado, lo típico en un taller multiusos. Cuatro mesas de dos metros de largo se alineaban en la estancia. Las paredes aparecían forradas por estanterías de acero llenas de todo tipo de herramientas, cables, y piezas de metal, retales de telas y fragmentos de madera que tal vez pudieran ser reutilizables algún día. En la mesa del fondo, sobre su superficie, se encontraba la cruz del Cristo, boca abajo, aunque perfectamente reconocible.
–No se han llevado la cruz –cuchicheó Pedro a Ariosto.
–Mejor que mejor, contestó.
El encargado se detuvo a la mitad de la estancia y se volvió a los policías.
–¿Qué ha ocurrido? –preguntó Galán al encargado.
–Un hombre encapuchado tocó al timbre y sorprendió al padre Claudio, lo que no es de extrañra, ya que abre la puerta a todo el mundo sin mirar.
Todos los ojos se dirigieron al sacerdote, que se sintió azorado con la invectiva y obligado a disculparse, encogiéndose de hombros.
–Todavía sigo creyendo en la bondad humana, hijos míos.
–El tipo llevaba un pasamontañas y una pistola en la mano –continuó Tomás, el encargado–, argumentos suficientes para que ni don Claudio ni yo decidiéramos resistirnos. Nos puso cara a la pared al fondo del taller y nos ordenó que estuviéramos callados y quietos, las dos cosas a la vez.
Galán notó un cierto deje de cinismo cansado en el operario, muy típico de los trabajadores con muchos años a la espalda.
–¿Qué hizo después? –preguntó el inspector.
–Se dirigió a aquella mesa de allí, donde está la cruz. Le oímos trastear en ella. Aunque no lo veíamos, se escuchó perfectamente cómo le dio la vuelta. Entonces, gruñó.
–¿Gruñó? –preguntó Ramos, el subinspector.
–Algo así, una expresión de disgusto, y luego soltó un juramento que no entendí, pero era un juramento.
–¿En otro idioma?
–Es posible. Lo hizo para sí, supongo. Dio la impresión de que venía a buscar algo y no lo encontró.
–¿Tiene idea de qué venía a buscar? –repreguntó Galán.
–Estoy seguro de que venía a buscar algo en la cruz, pero en la cruz no hay nada.
Los ojos de los presentes se dirigieron hacia el objeto de madera que se encontraba sobre la mesa.
–¿Está seguro? –preguntó Ariosto sin pedir permiso.
–Si se acercan, verán que la madera, que llevamos una semana tratando, es completamente lisa. Lo único destacable es que hay un hueco en la parte baja del madero.
–¿Un hueco? –esta vez fue Pedro quien preguntó.
–Sí, un espacio cuadrado que estaba oculto por una tapa muy bien disimulada por varias capas de pintura y barnices. Solo ha sido ahora, cuando he quitado los revestimientos que lo cubrían, cuando lo he descubierto.
–¿Y abrió usted la tapa? –repreguntó Pedro.
–Me costó despejar el camino, los barnices eran muy antiguos, pero pude llegar hasta ella y sí, con algo de habilidad y un formón muy fino, pude abrirla.
–¿Y qué encontró dentro? –inquirió la señora Duguesclin.
El empleado de mantenimiento miró a la mujer y contestó con aire de contrariedad.
–Nada. Estaba completamente vacío. Y le puedo asegurar que llevaba así muchos, pero que muchos años.




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Estos capítulos corresponden a una iniciativa de Mariano Gambín, en colaboración con sus amigos de Facebook, para aportar un rato de entretenimiento en estos días de reclusión forzosa.
Si has llegado tarde al inicio, puedes leer los demás capítulos en misterioenlalaguna.blogspot.com, y ofrecer ideas para su continuación.

                             

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