MISTERIO EN LA LAGUNA CAPITULO 9
CAPITULO 9
Ariosto subió las escaleras interiores de la casa de su tía
Enriqueta en La Laguna con la caja de galletas inglesas bajo el brazo. Nunca se
presentaba en aquella vivienda con las manos vacías. Y no era porque así se lo
exigiera su propietaria, sino porque era el modo de sacarle una sonrisa a la
mujer, que casi siempre estaba en permanente modo serio.
–¡Bienvenido, Luisito! –exclamó Enriqueta en cuanto vio a
Ariosto–. ¡Qué detalle traer las galletas! No debiste hacerlo. Así no voy a
mantener la línea.
Enriqueta era delgada, siempre lo había sido, y poseía una
silueta que se estilizaba aún más al vestir siempre de negro, aunque con mucha
elegancia.
–Sabes que las traigo por mí, me encanta merendar con ellas
–le dijo el recién llegado.
–¡Ah!, en ese caso, te haré el favor de acompañarte. Pasa,
que prepararé una infusión. ¿Quieres de la mía?
Ariosto tembló al pensar en los brebajes que se preparaba
Enriqueta, fruto de la mezcla de varias hierbas de extraño nombre de un origen
oscuro e insondable.
–Gracias, un té verde me vendrá bien.
–¿No puedes ser más específico, Luisito? ¿Cómo que un té
verde? ¿El Bancha? ¿El Kukicha? ¿El Pi Lo Chun o el Gyokuro Asashi?
Ariosto se sintió abrumado al tiempo que se sentaba en el
sillón del salón principal, el que estaba lleno de aparadores con figuritas de Lladró
vigiladas desde la ventana por la torre de la iglesia de La Concepción.
–El tercero de la lista, por favor –dijo para salir del
paso.
–El Pi Lo Chun, buena elección. Ayuda a reducir el riesgo de
enfermedad cardiovascular, aumenta la densidad de los huesos y la función
cognitiva. Además, estimula el metabolismo y tiene efectos adelgazantes
significativos, con lo que podrás comer las galletas con tranquilidad.
Ariosto se quedó más tranquilo, o así quiso creerlo. Esperó
a que su tía preparara las infusiones y colocara las galletas en un platito de
cristal. La mujer trajo todo en una bandeja de plata y la colocó en la mesa de
centro, entre el sofá donde estaba sentado su sobrino y la butaca que ella
eligió. Como si de un ritual se tratase, vertió el té de una tetera de estaño
de Saõ Joaõ del–Rei de Minas Gerais que
le trajo Ariosto de su viaje a Brasil en las tazas de porcelana de Limoges con
sumo cuidado y probó su poción acto seguido con los labios fruncidos. Se sintió
satisfecha y se sentó hacia atrás en su asiento.
–¿Y qué te trae por aquí, Luisito? Ya ni me acuerdo de la
última vez que viniste a visitarme un domingo por la tarde.
Ariosto ignoró la indirecta. Conocía demasiado a Enriqueta
como para tomarle esos detalles en cuenta
–He sido objeto de dos mensajes un tanto extraños.
–¿Extraños–misteriosos–enigmáticos?
–Exactamente. De esos, precisamente.
Le contó a su tía los episodios de la iglesia del Cristo y
del sobre sin remite que recibió en su casa. La mujer reflexionó unos segundos
antes de emitir su comentario.
–Al menos la de la carta tenía buen gusto con el perfume
–sentenció–. Pero lo de pintar la pared de la iglesia no tiene nombre.
–Me imagino que ya lo habrán borrado. Estoy muy disgustado.
No quiero ni pensar cuando me encuentre con el párroco.
–Déjate de curas ahora. Los mensajes son de lo más extraño.
¿El Grial? Suena algo manido. El supuesto cáliz de la Última Cena. Desde la
Edad Media siempre ha sido un mito. Se llegó a decir que quien bebía de él conseguía
la inmortalidad. Solo en España, se disputan la tenencia de la copa la catedral
de Valencia, la basílica de san Isidoro de León y el monasterio de Santa María
de Cebreiro. Y no te digo nada en el extranjero.
–Un objeto codiciado.
–Todo es pura leyenda. El cáliz de Jesús no pudo der de
plata, sino de madera, que es lo que se usaba en aquel tiempo.
–De acuerdo. ¿Y qué tengo que ver yo con ese Grial?
–Vamos a ver. ¿Cómo era la frase? Y al tercer día, Ariosto resucitará de entre los vivos y entregará el
grial a quien le corresponde.
–Eso de resucitar no me atrae nada.
–Debe tratarse de una muerte simbólica. Si no fuera así,
resucitarías de entre los muertos.
–Pues también es verdad –admitió, más calmado.
–¿Qué puede ser una muerte simbólica?
Enriqueta meditó un lapso interminable.
–La muerte simbólica es una parte indispensable en el camino
del héroe, como dice Joseph Campbell: "La imagen del vientre de la ballena
constituye un símbolo universal del tránsito a través de un umbral mágico en el
que el héroe, en lugar de conquistar o reconciliarse con el poder del umbral,
es engullido por lo desconocido y parece morir para terminar renaciendo
posteriormente."
Ariosto miró desangelado a su tía.
–¿Y?
–Pues que no tengo ni puñetera idea. Vete esta tarde a la
procesión y trata de encontrar a tu misteriosa perfumada. Intenta sonsacarle
algo y luego me cuentas. Igual hasta te encuentras con un buen partido y te
casas de una vez.
–¿Sabes la gente que se congrega en el traslado del Cristo a
la catedral? ¿Cómo voy a encontrar a alguien concreto entre la multitud?
–Usa el olfato, Luisito –dijo Enriqueta, y tomó otro sorbo
de su taza, a modo de paso de página–. ¿Me acercas una galleta, por favor? A
ver si están tan buenas como las últimas que me trajiste.
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