MISTERIO EN LA LAGUNA. CAPÍTULO 7
A Ariosto le costó conciliar el sueño. Había vuelto a su casa de Santa Cruz, una mansión familiar cerca de la plaza de los Patos, a las cinco y media de la madrugada. Por un momento, dudó sobre si debía acostarse o quedarse en pie. La decisión se quedó a medias. En ese momento se sentía desvelado, por lo que se cambió de ropa por la de estar en casa y se tumbó a leer en el sofá, a fin de cuentas, era domingo. A los quince minutos el sueño le dominó y se quedó dormido.
A las ocho, los ruidos de Fidela, la asistenta, en la cocina, trasteando de aquí para alá en la preparación del desayuno, lo despertaron. Notó de inmediato un dolor en el cuello que le indicó, una vez más, que el brazo del sillón no era la almohada ideal. Se levantó con la tortícolis a cuestas y se dirigió a la cocina atraído por la mezcla de aromas de un café recién hecho y de unas tostadas al fuego.
Fidela captó el aspecto somnoliento de Ariosto al instante.
-¿Otra noche leyendo esos libros tan gruesos? –le preguntó la mujer en cuanto se sentó a la mesa.
-Buenos días, Fidela. Mejor no le cuento.
La oronda silueta de Fidela se movió con agilidad por la cocina. Tomó la cafetera y escanció el caliente líquido hasta la mitad de una taza grande. Luego rellenó el resto con un tetrabrik de leche desnatada fría, logrando una mezcla tibita, como le gustaba a ella decir.
-Hoy tocan tostadas con aceite y tomate. ¿Cómo lo dicen los catalanes y valencianos¿ ¿Amb tomaquet?
Ariosto sonrió.
-La veo muy puesta, Fidela. ¿Está estudiando idiomas?
-Me ha salido un pretendiente valenciano. Una joya de hombre. Algo mayor, pero, claro, una ya no es una niña. Y habla a medias en español y en valenciano. Es una delicia escucharle.
-Hay qué ver qué calladito lo tenía.
La asistenta colocó el plato con las tostadas recién regadas de aceite y tomate en la mesa.
-Una tiene su vida privada. Desde que mi difunto Evaristo pasó a mejor vida, que Dios lo tenga en su gloria, una ha tenido que quitarse un montón de moscones de encima. Menos mal que ha llegado alguien con un poco de vergüenza y seriedad.
Ariosto dio cuenta de un trozo pequeño de tostada y probó el café con leche.
-Pues no sabe cuánto lo celebro. Usted se merece lo mejor.
-Gracias, señorito. Usted también es un encanto. ¿Cuándo viene la madame Antoñita?
Ariosto volvió a sonreír por la manera en que Fidela se refería a su pareja, Antoinette de Montparnasse, una mujer a la que su trabajo obligaba a vivir en París y que coincidía con Ariosto cuando su agenda se lo permitía.
-Si todo va bien, la semana que viene.
-Esa mujer le tiene loquito, señorito. Me gusta verle enamorado.
Ariosto alzó una ceja con el comentario, y pensó que, con toda seguridad, se había ruborizado un poco. No se esperaba la afirmación.
-¿Tanto lo parezco?
La mujer se rio.
-Si lo conozco desde que nació. A mí no se me escapa nada. Pues tenga cuidado, que hay por ahí alguna otra que trata de pescarle, señorito.
-¿Otra? ¿A quién se refiere?
-A la que le ha enviado una carta. Está en la mesita del recibidor.
Ariosto adoptó una expresión de extrañeza.
-Pues no me he dado cuenta. ¿Y tiene remite?
-Solo su nombre en la parte delantera.
-¿Y cómo sabe que es de una mujer?
-Por el olor del sobre. Es Miss Dior, sin duda.
Ariosto sintió que saltaba de sorpresa en sorpresa.
-No sabía que fuera una entendida en el tema.
-Secretos que tiene una. ¿Más café?
Ariosto terminó el desayuno sin prisa pero pensando en quién le había podido enviar una carta sin remite. En cuanto terminó, se levantó, pasó por el baño a lavarse las manos y a cepillarse los dientes y se dirigió a la mesita de la entrada, donde se depositaba la correspondencia.
Vio un sobre color manila depositado en ella. Lo tomó y vio que solo estaba escrito su apellido, Ariosto, en el anverso del mismo. Le dio la vuelta y comprobó que no había ninguna pista acerca de quién lo había enviado, solo un sello de lacre rojo, a la antigua usanza, cuyo dibujo era una incógnita para él. Escamado, se llevó el sobre a la nariz para olerlo. En efecto, despedía un leve aroma a perfume femenino, aunque reconoció que era incapaz de adivinar la marca y la fragancia en concreto. Lo sopesó, y notó que apenas tenía peso. No podía contener nada desagradable más allá del propio mensaje. Cogió el abrecartas y rasgó la parte superior del sobre. Echó un vistazo al interior y descubrió una cuartilla, del mismo color que la envoltura, doblada sobre sí misma. La extrajo y la abrió. El mensaje, escrito en letra clara y elegante, era tan escueto como la indicación exterior del sobre.
A las ocho, los ruidos de Fidela, la asistenta, en la cocina, trasteando de aquí para alá en la preparación del desayuno, lo despertaron. Notó de inmediato un dolor en el cuello que le indicó, una vez más, que el brazo del sillón no era la almohada ideal. Se levantó con la tortícolis a cuestas y se dirigió a la cocina atraído por la mezcla de aromas de un café recién hecho y de unas tostadas al fuego.
Fidela captó el aspecto somnoliento de Ariosto al instante.
-¿Otra noche leyendo esos libros tan gruesos? –le preguntó la mujer en cuanto se sentó a la mesa.
-Buenos días, Fidela. Mejor no le cuento.
La oronda silueta de Fidela se movió con agilidad por la cocina. Tomó la cafetera y escanció el caliente líquido hasta la mitad de una taza grande. Luego rellenó el resto con un tetrabrik de leche desnatada fría, logrando una mezcla tibita, como le gustaba a ella decir.
-Hoy tocan tostadas con aceite y tomate. ¿Cómo lo dicen los catalanes y valencianos¿ ¿Amb tomaquet?
Ariosto sonrió.
-La veo muy puesta, Fidela. ¿Está estudiando idiomas?
-Me ha salido un pretendiente valenciano. Una joya de hombre. Algo mayor, pero, claro, una ya no es una niña. Y habla a medias en español y en valenciano. Es una delicia escucharle.
-Hay qué ver qué calladito lo tenía.
La asistenta colocó el plato con las tostadas recién regadas de aceite y tomate en la mesa.
-Una tiene su vida privada. Desde que mi difunto Evaristo pasó a mejor vida, que Dios lo tenga en su gloria, una ha tenido que quitarse un montón de moscones de encima. Menos mal que ha llegado alguien con un poco de vergüenza y seriedad.
Ariosto dio cuenta de un trozo pequeño de tostada y probó el café con leche.
-Pues no sabe cuánto lo celebro. Usted se merece lo mejor.
-Gracias, señorito. Usted también es un encanto. ¿Cuándo viene la madame Antoñita?
Ariosto volvió a sonreír por la manera en que Fidela se refería a su pareja, Antoinette de Montparnasse, una mujer a la que su trabajo obligaba a vivir en París y que coincidía con Ariosto cuando su agenda se lo permitía.
-Si todo va bien, la semana que viene.
-Esa mujer le tiene loquito, señorito. Me gusta verle enamorado.
Ariosto alzó una ceja con el comentario, y pensó que, con toda seguridad, se había ruborizado un poco. No se esperaba la afirmación.
-¿Tanto lo parezco?
La mujer se rio.
-Si lo conozco desde que nació. A mí no se me escapa nada. Pues tenga cuidado, que hay por ahí alguna otra que trata de pescarle, señorito.
-¿Otra? ¿A quién se refiere?
-A la que le ha enviado una carta. Está en la mesita del recibidor.
Ariosto adoptó una expresión de extrañeza.
-Pues no me he dado cuenta. ¿Y tiene remite?
-Solo su nombre en la parte delantera.
-¿Y cómo sabe que es de una mujer?
-Por el olor del sobre. Es Miss Dior, sin duda.
Ariosto sintió que saltaba de sorpresa en sorpresa.
-No sabía que fuera una entendida en el tema.
-Secretos que tiene una. ¿Más café?
Ariosto terminó el desayuno sin prisa pero pensando en quién le había podido enviar una carta sin remite. En cuanto terminó, se levantó, pasó por el baño a lavarse las manos y a cepillarse los dientes y se dirigió a la mesita de la entrada, donde se depositaba la correspondencia.
Vio un sobre color manila depositado en ella. Lo tomó y vio que solo estaba escrito su apellido, Ariosto, en el anverso del mismo. Le dio la vuelta y comprobó que no había ninguna pista acerca de quién lo había enviado, solo un sello de lacre rojo, a la antigua usanza, cuyo dibujo era una incógnita para él. Escamado, se llevó el sobre a la nariz para olerlo. En efecto, despedía un leve aroma a perfume femenino, aunque reconoció que era incapaz de adivinar la marca y la fragancia en concreto. Lo sopesó, y notó que apenas tenía peso. No podía contener nada desagradable más allá del propio mensaje. Cogió el abrecartas y rasgó la parte superior del sobre. Echó un vistazo al interior y descubrió una cuartilla, del mismo color que la envoltura, doblada sobre sí misma. La extrajo y la abrió. El mensaje, escrito en letra clara y elegante, era tan escueto como la indicación exterior del sobre.
¿Quiere saber algo sobre el Grial?
Le espero en la procesión del traslado.
Le espero en la procesión del traslado.
Ariosto releyó un par de veces el texto. Más simple no podía ser. Otra vez la palabra Grial. Le resultó evidente que no se trataba de una coincidencia. Quien había escrito aquella misiva tenía algo que ver con quien escribió el mensaje en la iglesia del Cristo. Y lo de la procesión del traslado no le produjo ninguna duda. Aquella tarde, a las seis y media, se realizaba el traslado del Cristo de su santuario a la catedral, como todos los años.
Ariosto no se le pensó un segundo para decidir qué iba a hacer. Iba a acudir a la procesión, por supuesto, pero antes tenía que hacer una visita a alguien que tal vez arrojara algo de luz sobre aquel oscuro enigma que tenía en la mano.
Ariosto no se le pensó un segundo para decidir qué iba a hacer. Iba a acudir a la procesión, por supuesto, pero antes tenía que hacer una visita a alguien que tal vez arrojara algo de luz sobre aquel oscuro enigma que tenía en la mano.
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