MISTERIO EN LA LAGUNA. CAPÍTULO 10

Santa Cruz de Tenerife.

El domingo había amanecido soleado y esa circunstancia provocó que, tanto Emelina como Olegario, se levantaran de buen humor. El chófer apenas había dormido cuatro horas, pero eran suficientes para él.
-¿Qué te parece si nos vamos a dar un baño la playa?
A Olegario, aquello de estar horas tostándose al sol en Las Teresitas, rodeados de gente, no le atraía demasiado.
-Me encantaría, cariño mío- respondió en voz baja.
-¡Perfecto! Prepararé una tortilla de papas para llevar y así comemos allí.
Más horas aún, tembló Olegario. Debería añadir a la cesta un pack de seis cervezas para aguantar el duro trago. Y la crema protección 100 que había conseguido en una farmacia cuya titular había tenido que pedirla no sé dónde. Pero lo peor era que su siesta dominical corría peligro.
Olegario salió al balcón de la casa que compartía con Emelina en el barrio de la Cruz del Señor. Desde allí, en lo que permitían los edificios de enfrente, se veía un cachito de mar. El día estaba tranquilo, como era usual en septiembre, y la falta de nubes, tras los chubascos de la noche anterior, auguraba un día propicio para tomar el sol.
-Voy a bajar a comprar el pan y el periódico –anunció cuando volvió al interior con la intención de vestirse. Lo hizo en apenas un minuto.
-No tardes, mi amor –escuchó antes de cerrar la puerta de la vivienda.
Olegario salió a la calle y caminó los escasos cincuenta metros que le separaban de la venta de Pastora, denominada comúnmente como CaPastora, un tres en uno: Prensa, pan y minimarket, que de todo tipo de conservas había.
Olegario saludó, como todos los domingos a Pastorita, la hija de Pastora, que suplía a su madre los domingos en la tienda para que ella fuera a misa, como Dios manda, o esa excusa ofrecía. Tras interesarse por el novio de Pastorita, que trabajaba un día aquí y otro allá, todo en negro, por supuesto, Olegario cargó con la bolsa del pan y El Heraldo de Tenerife, rotativo que adquiría porque en él escribía su amiga Sandra Clavijo.
En el camino de vuelta acertó a saludar a doña Reme, una septuagenaria que paseaba a su perro, que tiraba ansioso continuamente del lazo, por lo que Olegario dudaba en ocasiones si era el perro quien la paseaba a ella. También se cruzó con Matías, el borrachín del barrio, que iba “a comprar tabaco” al bar de Lolo, que no vendía tabaco.
El chófer llegó a su portal, subió el primer piso a pie y entró en la vivienda.
-Justo a tiempo –dijo Emelina-. Ya tienes el café con leche preparado. Tibio, como a ti te gusta.
Olegario entregó la bolsa del pan a su pareja, fue a lavarse las manos y se sentó a la mesa. El pan recién traído pasó por la plancha y un par de tostadas calientes llegaron rápidamente a su plato. Olegario las regó con una excelente miel de palma de La Gomera que le enviaba su prima Rosi, que se dedicaba a la explotación del palmeral de las tierras familiares. Emelina se sentó a su lado y se tomó su cortadito con una manzana Golden, de las amarillas.
Olegario terminó el desayuno y tomó el periódico. Echó un vistazo a la portada y una noticia le llamó la atención.
-Fijate, Eme, “Descubren un esqueleto tras un muro en el Archivo Diocesano”.
-Jesús, hay que ver qué cosas llegaba a hacer la Inquisición.
Olegario se rio.
-No, no es nada de eso. Según cuenta aquí, la casa no era propiedad de la iglesia cuando se produjo la muerte, hace más de trescientos años.
-Pues entonces alguien quiso ahorrarse el entierro. No me extraña, seguro que en aquella época era tan caro como hoy.
-¿Y sabes quién va a investigar el caso?
Emelina miró a Olegario con malicia. La pregunta llevaba implícita la respuesta.
-¿Marta? ¿Nuestra Marta?
-Nuestra Marta. Lo anuncia el director del archivo.
Emelina se removió algo inquieta.
-Bueno, espero que no se meta en más problemas. Con lo de las tumbas de San Agustín ya tuvimos bastante –se acercó a Olegario pero antes de ver la noticia, la mano que ella había depositado en el hombro comenzó a apretarle. Olegario se volvió.
-Me estas apretando mucho, cariño –le dijo.
El chófer se percató de que los ojos de Emelina no se dirigían al periódico. Estaba mirando por encima de las páginas impresas. Había visto así a su pareja en un par de ocasiones. Estaba teniendo una visión. Con delicadeza, se soltó del férreo apretón y cerró el periódico. Emelina se mantuvo en la misma posición, con los ojos abiertos, un par de segundos más.
-Ten cuidado con ella -musitó, pero Olegario la entendió perfectamente a pesar de bajo volumen de voz-. No es buena. Solo traerá desgracias.
El chófer sacudió suavemente e Emelina.
-¿Quién no es buena?
La expresión de la mujer volvió a la normalidad y miró a Olegario con extrañeza.
-¿Cómo? ¿A quién te refieres?
-Acabas de decir que ella no es buena.
-¿Ella? No he dicho nada de nadie, y menos de una mujer.
Olegario escrutó su rostro. En unos segundos había entrado en trance y había salido de él. A veces le ocurría. Era mejor no insistir.
-Nada, querida –contestó en tono tranquilo-. ¿Dónde están las papas para pelarlas?
-Donde siempre, querido –sonrió, y comenzó a recoger los platos.
Olegario se detuvo un momento a reflexionar. No le gustaba nada la reacción de su pareja. El asunto del esqueleto comenzaba a ponerle nervioso. Cuando Emelina tenía una premonición, no había que tomárselo a la ligera. ¿Debía de advertir a Marta? ¿Pero de qué iba a advertirla? Y, lo que más le escamaba. ¿Cómo sabía Emelina que el esqueleto pertenecía a una mujer? Esa parte de la noticia no la había leído todavía.

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Estos son capítulos de entretenimiento que Mariano Gambín ofrece a sus lectores en estos días grises, compartiendo con ellos ideas para su desarrollo.




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