MISTERIO EN LA LAGUNA. CAPÍTULO 11

Aeropuerto Reina Sofía Tenerife Sur.

Sandra miró por la ventanilla y vio la silueta del Teide que destacaba, brillante, sobre un fondo azul celeste claro, y una sensación de bienestar la envolvió por completo. Estaba bien salir de la isla de vez en cuando para hacer turismo o ir de compras, pero no había nada como volver a casa.
Las casi cinco horas de vuelo desde Munich a Tenerife se le habían pasado rápido. Sobre todo porque pudo echar una cabezadita de tres horas que compensó el madrugón que el grupo de viajeros tuvo que enfrentar para tomar el avión a primera hora. Llevaba toda la semana de madrugones encadenados para iniciar las visitas diarias. Los horarios alemanes tenían esas cosas.
Se llevaba un buen recuerdo del sur de Alemania. El viaje, desde el lago Constanza hasta la Selva Negra, pasando por diversas localidades de Baviera, le había ofrecido una nueva perspectiva del pueblo teutón. Acostumbrada a ellos, como todos los canarios, porque invadían las playas y los lugares turísticos en Tenerife, nunca los había visto en su hábitat natural, y le había gustado.
Ahora tocaba pensar en que al día siguiente había que trabajar, y que tenía que limpiar el apartamento y poner un par de lavadoras, y no recordaba si le quedaba algo que no estuviera caducado en la nevera. Esto último no le preocupó tanto: iría a comer a casa de sus padres.
La noche anterior, después de cenar y cuando estaba ya en su habitación del hotel muniqués, se había sentido intrigada por las extrañas letras pintadas que había fotografiado “accidentalmente” en la abadía de Todos los Santos. Había descargado las imágenes de la cámara en su Tablet para examinarlas con detenimiento. Luego había seleccionado aquellas que fotografió involuntariamente y se las envió en un correo a su compañera de aventuras Marta Herrero, la arqueóloga. Las frases en alemán no tenían significado para Sandra. Tal vez su amiga podría indicarle si tenían algún valor cultural que ella desconocía. Era pura curiosidad.
Por los altavoces una voz femenina en alemán advirtió al pasaje que era el momento de abrocharse el cinturón, y una serie de chasquidos inmediatos demostró que los alemanes eran un pueblo disciplinado. El avión descendió y enfiló la pista desde el oeste, con lo que Sandra, que iba sentada junto a la ventanilla izquierda, pudo contemplar la enorme zona turística que ocupaba la costa desde Adeje hasta Los Cristianos. Era una auténtica ciudad dedicada al culto del sol y del ocio, diurno y nocturno.
El avión tomó tierra con relativa suavidad y algunos pasajeros no pudieron evitar aplaudir. El aplauso solía ser más cálido a medida que el pasajero hubiera sufrido más horas dentro del aparato.
La aeronave no necesitó la pista entera para frenar su avance y se dirigió, a paso de automóvil, a la terminal del aeropuerto. Desde que se detuvo, los impacientes decidieron que preferían esperar la apertura de las puertas del avión de pie y apretujado con el vecino de al lado que cómodamente sentados en sus asientos. En eso los alemanes no eran distintos del resto de los humanos. Era una actitud internacional.
Sandra recogió sus efectos personales, como se llaman las pertenencias de cada uno dentro de un avión y reparó que no estaba bien cerrada la cremallera de la funda de la cámara fotográfica. Como la cola de salida no se movía, sacó el aparato y lo encendió. Pulsó las teclas correspondientes para ver de nuevo las enigmáticas palabras de la pared del monasterio, pero se llevó una sorpresa. No las encontró en el carrete de fotos del día de ayer. Pasó adelante y hacia atrás las imágenes, Estaban las de la llegada a la iglesia derruida, pero faltaban justamente las que se dispararon solas.
¿Las habría borrado al pasarlas a la Tablet? No solía pasar. Es más, nunca le había pasado. Estaba segura de que nadie había tocado su cámara durante el trayecto del avión. ¿Qué habría pasado entonces?
Se tranquilizó cuando recordó que las había enviado por correo electrónico. En la nube de Internet estarían seguras.
¿O no lo estaban?


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