MISTERIO EN LA LAGUNA. CAPÍTULO 12.
La Laguna.
Clara, la hija de Álvaro Lugo, el
profesor de Historia Moderna de la Universidad, abrió la puerta a los diez
segundos de haber escuchado el timbrazo.
-¡Marta! ¡Qué alegría verte! –exclamó al
ver quién estaba detrás.
-¡Hola, Clarita! ¡Qué mayor estás!
Las dos mujeres se dieron el par de
besos de rigor y la arqueóloga entró en
la vivienda.
-¿Cómo te va en Bruselas? ¿Ya acabaste
los estudios?
-Me va estupendamente y sí, ya acabé los
estudios y ahora estoy haciendo un máster
allí.
-¿Sobre lo tuyo?
-Sí, Derecho comunitario. Es lo mejor
que puedes hacer si quieres quedarte en ese mundillo.
Marta miró a Clara con mirada cómplice.
-¿Quieres quedarte? Eso es que hay
alguien allí que te atrae. ¿Me equivoco?
La joven se rio.
-¿Es que no se puede guardar un secreto
en esta isla?
-Tu rostro no tiene secretos. Se te ve
radiante de felicidad.
Clara se dio cuenta de que se había
ruborizado un poco. Intentó disimularlo.
-Es un chico holandés. Un encanto. Está
aprendiendo español y lo traeré a Tenerife en las próximas vacaciones.
-Ya me lo presentarás. Recuerda que
tengo que darle el visto bueno.
Clara volvió a reír con la broma.
-Pasa, pasa, que mi padre te está
esperando.
Las dos mujeres avanzaron por un pasillo
hasta la cocina, el lugar preferido de la casa del profesor. Allí se
encontraron con un hombre de unos sesenta y pico, pelo cano y perilla
recortada. El batín que llevaba no podía ocultar una barriguita que evidenciaba
la tendencia al consumo de productos de bollería, su debilidad. Lugo estaba
terminado de preparar una cafetera y calentar un caldero con leche, elementos
indispensables para recibir a una visita.
-Hola, Marta –Lugo dio un beso a Marta a
volapié cuando llegó a la cocina-. Siéntate, por favor, que termino enseguida.
Clara, ¿te apetece un café con leche?
-Claro, papi.
-Saca el bizcochón que está sin abrir.
Es una buena ocasión para hacerlo.
-Y yo, ¿qué hago? –preguntó Marta,
sonriente.
-Puedes irme contando qué misterio te
traes entre manos esta vez.
Marta no dejó que la sonrisa decayera.
El profesor recordaba perfectamente el par de ocasiones en que ayudó a la
arqueóloga a desentrañar unos
desconcertantes enigmas.
-¿Sabes la casa de la calle Anchieta donde
está el Archivo Diocesano?
-¿Otra vez la calle Anchieta? –preguntó
el profesor con sorna-. Claro que conozco el archivo. Adrián, el director, es
buen amigo mío.
Marta relató el descubrimiento del hueco
en la fachada posterior del archivo, los trabajos de desmonte del muro, y la retirada
de los huesos de aquella mañana. Terminó con el hallazgo del mensaje pintado en
la cara interna de la pared.
El profesor y su hija terminaron de
servir la merienda y se sentaron a la mesa con la arqueóloga. Lugo examinó el
texto que Marta traía escrito en un papel.
-“Por esconder el cáliz, mi protector me
mató” –repitió Lugo-. Es una frase que dice mucho, pero aclara poco. Lo de que
la mató parece estar claro, por lo que me dices del golpe en el cráneo. Pero lo
de protector, no. Y lo de cáliz, menos.
-¿Habría alguna forma de averiguar quién
fue el propietario de esa casa hace trescientos años? –preguntó Marta.
-En La Laguna había cientos de casas
particulares en aquella época. Y, por desgracia, no había un catastro como lo
tenemos actualmente. Es como buscar una aguja en un pajar. Tal vez habría que
buscar, en vez de la historia de la casa, la de quien pudo vivirla.
-¿Cómo es eso?
-Me refiero a que se puede bucear en los
papeles antiguos en busca de alguien que fuera el tutor, ten en cuenta que no
dice padre, o alguien que tuviera a su cargo una o varias pupilas, que podía
ocurrir, y que una de ellas desapareciera de modo inexplicable en un momento
dado.
-¿Y en dónde se puede buscar?
-Tal vez se encuentre algo en los
protocolos notariales de la época, que registraban cualquier acto jurídico con
la trascendencia suficiente como para ponerlo por escrito. Las tutelas eran uno
de ellos.
-Pero no hablarán de las desapariciones
de jóvenes.
-Cierto. Para eso habrá que buscar,
partiendo de los nombres de las tuteladas, las que no aparecen en los registros
de defunción. Porque parto del supuesto de que la pobre chica emparedada no
figurará como muerta de muerte natural. No estará en esos registros.
Marta suspiró.
-Me parece un trabajo enorme –dijo, con
algo de desilusión-. Hay más de cinco mil legajos de protocolos en el Archivo
Histórico Provincial. No sé si vale la pena el esfuerzo.
Lugo sonrió y apuró su taza antes de
contestar.
-No es necesario que la busques tú en
persona. Puedes engatusar a Pedro Hernández, el archivero, que es quien mejor
conoce los fondos del archivo. Sabes manejarlo bien.
-Ya he abusado mucho de su generosidad.
Me sabe mal.
-Aunque él no te lo haya dicho, está
deseoso de que aparezcas con un enigma de ese estilo. Será un desafío para su
inteligencia. Hazme caso.
-Hale caso –dijo a su vez, Clara-. Yo
también conozco a Pedro, y es un encanto de hombre.
-De acuerdo, iré a verlo mañana.
-Solo ten en cuenta una cosa –advirtió
Lugo.
-¿El qué?
-Sé discreta con los resultados. Tal vez
a algún descendiente del asesino no le guste que saques a la luz trapos sucios
antiguos.
-¿A pesar de haber transcurrido trescientos
años?
-¿No conoces a las familias laguneras,
Marta? Los secretos se guardan celosamente de generación en generación. Solo te
digo que tengas cuidado.
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