MISTERIO EN LA LAGUNA. CAPÍTULO 23.

Puerto de la Cruz

Olegario tenía el día libre. Tras dos noches de vigilia, tocaba descansar de trabajo. Emelina tenía que abrir la peluquería, así que aprovechó para tomar prestado su Opel Corsa del 90 y darse un paseo hasta el Puerto de la Cruz.
La autovía tenía un aspecto completamente distinto de día, unas pocas nubes a la altura de Guamasa enmascaraban el día radiante y soleado que gozaba el valle de la Orotava. Un trayecto de media hora lo colocó ante la grandiosa vista que ofrecía la cuesta de bajada que exhibía ante él la espléndida vega orotavense, desde el Teide hasta el mar, en la que alternaban el blanco de las casas con el verde de las plataneras. Cada vez más blanco y menos verde, por desgracia.
Olegario sentía curiosidad, y algo de recelo, respecto al Audi que había seguido la noche anterior. Aunque su jefe parecía haberse tragado la historia que le contaron al competo, a él no le cuadraban demasiadas cosas. Faltaba una persona en la escena, quien contrató el alquiler del vehículo, el tal señor Duguesclin: y faltaba un domicilio, el de residencia de sus ocupantes.
Esta vez dejó pasar la desviación al Puerto de la Cruz por el Botánico y siguió adelante, tomando la salida de La Dehesa. Descendió hacia la costa por la sinuosa carretera serpenteada de casas de todos los estilos imaginables hasta que llegó a la entrada de la carretera de Taoro, una vía que ascendía a la colina donde se encontraba su destino final. Dejó a su derecha la curiosa iglesia anglicana, tan victoriana, y siguió recto hasta llegar al antiguo Gran Hotel Taoro.
Frente a él se alzaba una enrome mole de estilo ecléctico, tres alas de cinco pisos en forma de U, cuya abertura enfrentaba la montaña, y que recordaba a los grandes hoteles de Europa de finales del siglo XIX. En algún lugar había leído que terminó de construirse en 1893 y que su arquitecto fue un inglés. Allí se hospedaron un montón de reyes y reinas, de los cuales solo recordaba a Agatha Christie, la reina de las novelas de detectives. El hotel nunca había sido buen negocio y fue pasando de mano en mano, hasta que el Cabildo de la isla lo compró, más por pena que por interés económico. Ahora su rehabilitación y posterior explotación estaba cedida a una empresa hotelera local, que había comenzado las obras, aunque a un ritmo tranquilo. Olegario esperaba encontrarse con una febril actividad en torno al edificio. Cuadrillas de obreros debían estar trabajando en el edifico, pero no vio a nadie. Todo estaba parado.
Intrigado, pasó por delante del edificio y de su fastuoso jardín, ahora casi abandonado, y buscó aparcamiento en una calle lateral. Bajó del coche y se acercó al edificio. La entrada principal estaba acotada por una puerta baja de metal, cerrada, por supuesto. Olegario contempló el edificio, que parecía un viejo gigante dormido que disfrutaba de una siesta eterna. Unos cuantos años atrás, la nave central se había destinado a casino de juego, y el chófer recordaba que la entrada de vehículos se encontraba a su derecha. Se dirigió hacia allí y se topó con una verja de hierro, más alta, también cerrada.
Olegario logró atisbar por una abertura el espacio de estacionamiento del antiguo hotel y, para su sorpresa, solo había un vehículo, el Audi oscuro.
“Tal vez los Duguesclin no mintieran a la hora de declarar el domicilio en la isla”, pensó. Pero de lo que estaba seguro es que el edificio no estaba preparado para alojar huéspedes. Tal vez se quedaran en el Miramar, que estaba enfrente, y hubieran dejado el coche allí por alguna razón. Desechó la idea de acudir a preguntar a la recepción de dicho hotel, indagaría primero, en cualquier caso, en el entorno del Taoro.
Olegario volvió a la entrada peatonal, cerrada con la valla de apenas un metro de alto, miró a ambos lados de la carretera y tras no ver a nadie, apoyó su trasero en el borde del metal y pasó las dos piernas por encima con un ágil movimiento. Una vez dentro del recinto ajardinado, caminó con naturalidad en dirección a la puerta principal.
El jardín central que se encontraba en el espacio interior que conformaban las tres alas del hotel lucía muy descuidado: flores mustias al lado de otras que habían crecido de modo espontáneo y ramas de setos sin cortar compartiendo espacio con material variado de obra, todo ello bajo la mirada unas elegantes palmeras que todavía le daban algo de encanto al entorno.
La puerta de acceso al hotel desde el jardín estaba cerrada, y se notaba que llevaba así años. Olegario buscó alguna otra puerta de servicio y la encontró a su derecha, donde comenzaba el ala este. Examinó la cerradura y vio que era una wilka años setenta. Sonrió y sacó del bolsillo de su pantalón un pequeño juego de ganzúas, con las que tardó ocho segundos en doblegar la cerradura. Entró en un ambiente penumbroso y cerró la puerta detrás de él.
Se encontró con un pasillo desprovisto de mobiliario, con varias puertas los lados. Caminó hacia delante, echando un vistazo a cada estancia. Salvo algunos paquetes de cemento, todas se encontraban vacías. Debieron de utilizarse para otros fines distintos al alojamiento, tal vez para almacén o algo así.
Abrió la puerta del fondo y entró en un espacio más grande, un distribuidor que enlazaba con la calle y se diversificaba en otros pasillos y escaleras. No vio a nadie. Olegario pensó que la falta de operarios solo podía deberse a que las obras se harían parado por alguna cuestión administrativa. Solía ocurrir. Pero, ¿cómo se explicaba la presencia del coche en el aparcamiento?
Cruzó el distribuidor y abrió la puerta del fondo. Daba acceso a un pasillo poblado de diversas estancias con mobiliario de oficina. Debía de ser el área administrativa del recinto. Escuchó voces al fondo. Dos o tres personas hablaban con la despreocupación típica de un lugar donde no hay nadie. Dos hombres y una mujer. Despacio y sin hacer ruido, el chófer se acercó hasta la sala contigua a la que estaba ocupada. Se acercó a una puerta abierta y echó un vistazo fugaz.
Una salita de espera con un sofá y dos butacas enfrentados. Estaban ocupados por una señora mayor vestida de negro, un hombre de chaqueta y corbata, y un tercero, corpulento, que vestía un traje que recordaba a un chófer, y que reconoció como el conductor del Audi. La mujer hablaba con un leve acento francés y Olegario adivinó que se trataba de la señora Duguesclin. Volvió a la sala contigua y se dispuso a escuchar.
-En unos minutos debemos salir para Santa Cruz -dijo ella.
El hecho de que hablara en español indicaba que el hombre encorbatado era de esa nacionalidad, dedujo Olegario.
-¿Cree usted que el señor Ariosto colaborará? –preguntó su interlocutor-. Tal vez tenga algunas reticencias.
-Estoy segura de que anoche lo dejé intrigado y de que ya tendrá en su poder el crucifijo. Me dijo que estaba en casa de un familiar y que lo recuperaría esta mañana. Lo vi convencido, y no me suelo engañar.
-Es que el caramelo que le enseñó es muy atractivo.
-No es un caramelo, es uno de los objetos más significativos de la historia de la humanidad, y debe estar en las manos correctas. Y sabe que no me refiero al crucifijo. Eso es solo una pista.
Olegario no veía a los ocupantes de la sala, pero los oía a la perfección.
-Pista que espero que pueda llevarnos al escondite que estamos buscando.
-Usted solo lleva unos meses con nosotros –replicó la mujer-. Yo llevo toda una vida. Mucho sufrimiento para llegar hasta aquí, y no podemos fallar ahora.
-De acuerdo, pero convendría tener un plan para el caso de que el señor Ariosto ponga problemas.
-El plan se llama Ambrosio –contestó la mujer con voz fría-. Él sabe cómo sonsacar información en caso necesario. El último que trató de resisitirse a sus dotes persuasivas ya no lo puede contar ¿No es cierto?
-Siempre a su servicio –contestó la tercera voz, más profunda.
-Bien, vámonos –dijo la señora-. No quiero llegar tarde.
Olegario buscó dónde esconderse y lo hizo rápidamente detrás de un sofá, echándose al suelo. Escuchó cómo los ocupantes de la estancia anexa se levantaban y salían por el pasillo. Pasaron por delante de la puerta del despacho donde se encontraba sin prestar atención y se perdieron por el pasillo.
El chófer esperó cinco minutos y se levantó. No oía ningún ruido. Salió del despacho y volvió por sus pasos. Debía salir de allí y advertir a Ariosto que aquella gente podía ser peligrosa. Abrió la puerta de acceso al distribuidor y se encontró de bruces con el hombre encorbatado, que parecía volver a las oficinas.
-¿Qué hace usted aquí? –le preguntó.

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Estos capítulos corresponden a una iniciativa de Mariano Gambín, en colaboración con sus amigos de Facebook, para aportar un rato de entretenimiento en estos días de reclusión forzosa.
Si has llegado tarde al inicio, puedes leer los demás capítulos en misterioenlalaguna.blogspot.com, y ofrecer ideas para su continuación.


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