MISTERIO EN LA LAGUNA. CAPÍTULO 25


Hospital Universitario de Canarias.

El Hospital Universitario estaba atestado de gente, como siempre. La entrada de la cafetería era un maremágnum de personal sanitario y visitantes que entraban y salían continuamente de un cacofónico espacio cerrado. Dentro, las batas blancas y los monos verdes daban puntos de color salteados entre las mesas color canela. Olía fuertemente a café, que se sobreponía a una base de dulce aroma de pan tostado con mantequilla, dando la sensación de una atmósfera densa. La insonorización del local era tan mala que los clientes tenían que hablarse casi a gritos. Sobre el zumbido del aire acondicionado mil conversaciones se entremezclaban en el aire, rotas por el choque continuo de tazas y platos contra los fregaderos metálicos.
Sandra consiguió una mesa cerca de la puerta, donde entraba un poco de aire del exterior y no se sentía tan agobiada. Había telefoneado a su amiga María Cabo, una enfermera con la que compartía conversaciones, confidencias e información de vez en cuando. Cualquier detalle que la periodista necesitara conocer del entorno hospitalario era facilitado de modo discreto por María, y a cambio, Sandra colocaba en páginas señaladas del periódico donde trabajaba las reclamaciones y reivindicaciones del personal sanitario. Era un quid pro quo que funcionaba a la perfección.
María, una mujer de unos treinta y tantos, alta y con una sonrisa preciosa cuando la sacaba a relucir, apareció por la cafetería con ese aire de estrés que siempre llevaba consigo en el hospital. Localizó a Sandra de inmediato.
-Buenos días, Sandra –miró su reloj-. Bueno, ya casi es mediodía. ¿Cómo estás?
-Encantada de verte –respondió la periodista tras los besos usuales-. Te veo estupenda.
-Eres una amiga. Hoy estoy horrible. Llevamos una mañanita que no veas.
-¿Mucho movimiento?
-Los lunes siempre hay mucho movimiento, Sandra. Parece que la gente quiere solucionar todos sus problemas al principio de la semana. ¿Y qué te trae por aquí? ¿Tienes algún familiar ingresado?
-No es exactamente un familiar, pero quería interesarme por un paciente que debe haber entrado hace poco por Urgencias. Es don Adrián, el director  del Archivo Diocesano.
-¿Un cura al que han atropellado?
Sandra se asombró de lo rápido que corrían las noticias en el hospital.
-Creo que sí. No suelen atropellar a más de uno al día. Me gustaría saber cómo está y si es posible verlo un minuto.
-Espera, que llamo a Begoña, que es la que hace el triaje en Urgencias. ¿Me pides un cortadito, por favor?
Sandra asintió y acudió a la barra a pedir dos, uno natural y el otro leche y leche. La sirvieron con notable presteza para el follón de gente que atestaba el local. Pagó y volvió a la mesa. María la esperaba con una sonrisa en el rostro.
-Todo arreglado. El cura está estable y consciente, y nadie ha venido a visitarlo. Me imagino que sus allegados todavía no se han enterado del accidente. Nos tomamos el café y vamos a verlo.
-Fantástico –respondió Sandra, asombrada del éxito de la gestión-. Te lo agradezco muchísimo.
Al terminar, dejaron la bandeja en el mostrador y comenzaron a serpentear por el laberinto de pasillos y escaleras en que se había convertido el  Hospital Universitario, al que la gente todavía llamaba Hospital General. María caminaba y abría puertas con total seguridad, saludando a diestro y a siniestro, y Sandra siguió sus pasos casi a la carrera. Por fin, llegaron a Urgencias, entrando por donde lo hacía el personal hospitalario. La enfermera hizo entrar a Sandra en una sala pequeña.
-Espérame y vete poniéndote esta bata, el gorro y los patucos en los zapatos.
Sandra obedeció y en unos minutos estuvo preparada. María volvió enseguida.
-Ven conmigo –le dijo.
Avanzaron por unos pasillos más amplios, por los que pasaban a toda velocidad médicos, enfermeros, auxiliares y demás personal hospitalario de ambos sexos y se detuvieron delante de una puerta. Dentro de una de las salas de atención inmediata se encontraba sentada una médico, de unos cincuenta y pico, morena y de ojos sonrientes.
-Begoña, esta es la sobrina del cura. ¿Pasamos a verlo?
Sandra se percató de la mentirijilla de María, y se iba a cuidar de contradecirla.
-Pasen –respondió la médico, absorta en la escritura en el ordenador de un informe de alta-. Pero no estén mucho tiempo. El hombre tiene que descansar.
-¿Está grave? –preguntó Sandra, ya recabando datos para su artículo de sucesos.
-Todo lo grave que se está con una cadera rota a los casi setenta años. Hay que operarlo. Lo pasará mal, pero saldrá de esta.
María se despidió de su colega y empujó a Sandra en dirección a una habitación algo separada del resto. La periodista reconoció a don Adrián, acostado en una cama verde con ruedas. Lo habían desvestido y llevaba el inefable camisón hospitalario que tan mal queda a todo el mundo. Un gotero con hidratación sedante le ayudaba a sobrepasar el trance. El hombre se encontraba semi inconsciente.
-Don Adrián –Sandra se acercó a la cabecera de la cama-. Soy Sandra Clavijo. ¿Se acuerde de mí?
El director del archivo entreabrió los ojos y un destello de reconocimiento brilló en ellos, con algo de confusión. Sandra prosiguió.
-Pasaba por aquí y me han dicho que ha tenido un accidente. ¿Quiere que avise a alguien?
El paciente asintió y logró hablar, con gesto dolorido.
-Llama a Jaime, el archivero jefe, por favor. Y dile lo que ha pasado.
A Sandra le supo mal por una décima de segundo interrogar al pobre hombre, pero solo durante una décima de segundo.
-¿Y qué le ha pasado?
Don Adrián se tomó unos segundos, como tomando fuerza para responder.
-Recibí una llamada de un número oculto. Contesté y me pidieron que acudiera urgente al obispado, que era un asunto de vida o muerte. No conseguí averiguar quién llamaba, por lo que salí del archivo, inquieto.
-El Obispado está muy cerca -dijo Sandra.
-Sí, y al cruzar la calle, un coche que venía rápido me llevó por delante y me desperté en una ambulancia.
-¿No llegó a ver al conductor?
El hombre trató de recordar.
-Era un coche grande y oscuro. Conducía un hombre, pero no recuerdo el rostro.
-Puede que tenga amnesia traumática –opinó María, que se encontraba un par de pasos detrás- . Tal vez recupere la memoria más adelante.
Sandra asintió.
-El coche se dio a la fuga. ¿Cree que alguien tiene algún motivo para atropellarle?
Don Adrián se encogió de hombros.
-Solo soy un sacerdote que hace trabajo administrativo. No creo que sea una amenaza para nadie.
-No lo es. ¿Tendrá algo que ver con la aparición del esqueleto en su archivo?
-No tengo ni idea. Fíjate que iba a llamar a la profesora Marta Herrero para comunicarle algo cuando me llamaron.
-¿Y qué quería comunicarle? Yo voy a verla esta tarde.
-Que, buscando entre papeles viejos, encontré el nombre del propietario de la casa donde aparecieron los huesos en el siglo XVIII. Es una pista que puede aclarar ese crimen antiguo.
Sandra abrió los ojos de expectación. A algunos poseedores de información comprometedora les ocurrían ese tipo de accidentes “fortuitos”.
-¿Y me lo puede decir a mí?



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Estos capítulos corresponden a una iniciativa de Mariano Gambín, en colaboración con sus amigos de Facebook, para aportar un rato de entretenimiento en estos días de reclusión forzosa.
Si has llegado tarde al inicio, puedes leer los demás capítulos en misterioenlalaguna.blogspot.com, y ofrecer ideas para su continuación.



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