MISTERIO EN LA LAGUNA.CAPÍTULO 31.
Santa Cruz de Tenerife
Olegario caminó despacio por el estrecho espacio de rodadura existente detrás de la mansión de Ariosto, que llevaba desde la puerta metálica de la calle hasta el garaje del Mercedes. A su izquierda, subiendo cuatro escalones, se encontraba la entrada de servicio. Olegario había insistido en que se colocara una cerradura de seguridad en aquella puerta, la más vulnerable de la casa, y Ariosto había accedido. Por ello, pensó que el intruso se vería con mayores problemas con ella que con la de la calle. Sin embargo, para su sorpresa, se encontró la puerta abierta y entornada. No la habían forzado.
La empujó con suavidad y echó un vistazo dentro. Un pequeño pasillo desembocaba, al frente, en la cocina, y a la derecha, en una solana. Asomó la nariz en una y otra estancia y no vio a nadie. Era raro, aquella zona era casi de propiedad exclusiva de Fidela, la asistenta, y lo normal a aquellas horas era que estuviese por allí afanándose en la preparación de la comida del mediodía. Cerró la puerta exterior tras él y se dispuso a hacer un recorrido por la casa.
En la cocina, sobre la encimera de mármol, vio una serie de verduras peladas y cortadas. “Hoy hay puchero canario de primero”, dedujo. Salió al distribuidor de la planta baja. A su derecha, se encontraba el despacho de trabajo de Ariosto, también utilizado como sala de música. A la izquierda estaban los dos salones, el azul y el clásico, y el comedor. Escuchó un rumor de conversación pausada proveniente de allí. Con la intención de descartar estancias de manera ordenada, el chófer abrió el despacho y miró dentro. Todo estaba en orden. Una mesa de caoba con un ordenador portátil cerrado a un lado, y una pila de libros al otro. Un par de butacas enfrente, junto a un aparato de música, tocadiscos años ochenta incluido. Las paredes aparecían cubiertas por estanterías repletas de libros y de discos.
Cerró la puerta y se encaró al distribuidor donde desembocaba la entrada principal de la calle. Dejó a su izquierda la enorme escalera que llevaba a los dormitorios, no sin antes mirar hacia arriba, por si detectaba algún movimiento. Tras la escalera existía un aseo, vacío. Se dirigió al salón clásico, que Olegario no sabía por qué se le llamaba así, cuando todo el mobiliario de la casa era más que clásico. La mayor estancia de la casa se encontraba silenciosa, envuelta en un halo de serena elegancia dormida, producida en parte por las cortinas a medio correr. El comedor, con la mesa alargada para diez comensales también se encontraba vacía y sin preparar. A esa hora Fidela estaría revolucionando toda la casa con sus preparativos. Solo le quedaba por revisar el salón azul, ocupado por Ariosto y sus visitantes.
Se asomó cuando una señora vestida de negro, que reconoció como la señora Duguesclin, preguntaba algo sobre un horario. Su entrada en la sala hizo que la atención de los presentes, Ariosto, Adela, y la mujer francesa, se desviara hacia él e interrumpieran la conversación.
-Buenas tardes –saludó-. Señor, ya estoy por aquí por si se le ofrece algo.
-Buenas, Sebastián –respondió Ariosto, que no se esperaba ver a su chófer- ¿No tenía el día libre?
-He venido a recoger unas cosas –mintió el chófer-. Por cierto, ¿ha visto a Fidela?
Ariosto se extrañó de la pregunta.
-Creo que está en la cocina –respondió.
-Pues no la he visto. Voy a buscarla por la casa.
Olegario saludó con la cabeza a las señoras y se dio la vuelta. Dado que había explorado la planta baja, comenzó a subir las escaleras hacia el primer piso. Allí se encontraban cuatro dormitorios, de los que solo se usaba el de Ariosto, el principal. Los demás se ocupaban cuando venía alguna visita familiar o una amistad cercana. El tercer piso, de planta más estrecha estaba destinado a sala de armas, con un gimnasio anexo. En la parte alta de la casa existía un mirador junto a un desván amplio, atestado de trastos, al que casi nunca se subía. Olegario llegó a primera planta y comenzó, girando a su derecha, por la habitación de invitados más cercana. Abrió y no estaba preparado para lo que vio.
Fidela se encontraba atada y amordazada en una butaca. Sus ojos se encontraban muy abiertos, en una expresión de alarma casi desesperada. Olegario entró y miró a ambos lados, no quería sorpresas por la espalda, dio tres pasos rápidos y le quitó la mordaza a la mujer.
-¡Un hombre encapuchado! –exclamó en cuanto se vio libre- ¡Está en la casa!
-Tranquila, voy a desatarla- respondió el chófer, que volvió a mirar en derredor-. ¿Qué ha pasado?
La asistenta trató de tranquilizarse un momento.
-Estaba pelando los ingredientes del puchero cuando tocaron a la puerta de servicio. Abrí y un hombre se abalanzó sobre mí y me puso un cuchillo en el cuello. Me trajo hasta aquí y me ató tal cual me ha encontrado. Como cerró la puerta al salir, no he visto nada más.
A Olegario le estaba costando desatar los nudos, eran especiales, como de marino. Trató de memorizar su disposición, como era su costumbre cuando se encontraba con uno de los complicados.
-Cuánto tiempo hace de eso?
-Pues no lo sé. Unos diez minutos, tal vez quince.
El chófer logró vencer la resistencia de las cuerdas y liberó a Fidela.
-Usted va a bajar despacio y avisará al señorito para que salga de la casa –le indicó en voz baja, mirándola fijamente a los ojos-. Yo voy a terminar de revisar la casa.
La asistenta asintió, algo más calmada.
La pareja salió al distribuidor del primer piso y, al llegar a la altura de la desembocadura de la escalera, se escuchó un portazo en la parte de abajo, en la cocina. Olegario bajó corriendo los escalones al tiempo que se encontraba con Ariosto en el piso inferior, que venía del salón.
-¿Qué ha sido ese golpe? –preguntó el dueño de la casa, alarmado.
-Tenemos un visitante no invitado –respondió Olegario al pasar junto a él.
La urgencia del chófer le contagió y corrió tras sus pasos. No había nadie en la cocina. Olegario abrió la puerta que daba a la parte trasera de la casa y bajó los tres peldaños. Miró a ambos lados y se dirigió con celeridad a la puerta metálica que separaba la propiedad de la calle. Comprobó que, en esta ocasión, estaba cerrada. La abrió y salió a la acera. Miró en todas direcciones, pero no vio a nadie sospechoso, solo peatones que caminaban tranquilamente y coches que pasaban a velocidad normal.
-¿Qué es lo que pasa? –preguntó Ariosto en cuanto llegó a su altura.
-Alguien se ha colado en la casa y ha reducido a Fidela.
-¡Dios mío!
-Está bien, no se preocupe. Pero el intruso acaba de escaparse.
Un gesto de fastidio del chófer fue correspondido por otro de alivio por parte de Ariosto. Se dieron la vuelta y se encontraron a las tres mujeres detrás de ellos, que les habían seguido.
-¡Un intruso! –exclamó Adela, espantada-. ¡A dónde vamos a llegar?
La señora Duguesclin puso una mano tranquilizadora en el hombro de la tía de Ariosto.
-Ya les dije que nos vamos a encontrar con gente peligrosa que no se detiene ante nada –dijo la francesa con seguridad-. Ese hombre debe de haber escuchado nuestra conversación, y ahora sabe dónde puede estar el Grial. Es cuestión de la máxima importancia que nos adelantemos a él. Debemos subir al museo ya.
Adela la miró de nuevo, con otro tipo de horror en sus ojos.
-¿Ya? ¿Sin comer? Acabemos antes con las tartaletas, por Dios.
La empujó con suavidad y echó un vistazo dentro. Un pequeño pasillo desembocaba, al frente, en la cocina, y a la derecha, en una solana. Asomó la nariz en una y otra estancia y no vio a nadie. Era raro, aquella zona era casi de propiedad exclusiva de Fidela, la asistenta, y lo normal a aquellas horas era que estuviese por allí afanándose en la preparación de la comida del mediodía. Cerró la puerta exterior tras él y se dispuso a hacer un recorrido por la casa.
En la cocina, sobre la encimera de mármol, vio una serie de verduras peladas y cortadas. “Hoy hay puchero canario de primero”, dedujo. Salió al distribuidor de la planta baja. A su derecha, se encontraba el despacho de trabajo de Ariosto, también utilizado como sala de música. A la izquierda estaban los dos salones, el azul y el clásico, y el comedor. Escuchó un rumor de conversación pausada proveniente de allí. Con la intención de descartar estancias de manera ordenada, el chófer abrió el despacho y miró dentro. Todo estaba en orden. Una mesa de caoba con un ordenador portátil cerrado a un lado, y una pila de libros al otro. Un par de butacas enfrente, junto a un aparato de música, tocadiscos años ochenta incluido. Las paredes aparecían cubiertas por estanterías repletas de libros y de discos.
Cerró la puerta y se encaró al distribuidor donde desembocaba la entrada principal de la calle. Dejó a su izquierda la enorme escalera que llevaba a los dormitorios, no sin antes mirar hacia arriba, por si detectaba algún movimiento. Tras la escalera existía un aseo, vacío. Se dirigió al salón clásico, que Olegario no sabía por qué se le llamaba así, cuando todo el mobiliario de la casa era más que clásico. La mayor estancia de la casa se encontraba silenciosa, envuelta en un halo de serena elegancia dormida, producida en parte por las cortinas a medio correr. El comedor, con la mesa alargada para diez comensales también se encontraba vacía y sin preparar. A esa hora Fidela estaría revolucionando toda la casa con sus preparativos. Solo le quedaba por revisar el salón azul, ocupado por Ariosto y sus visitantes.
Se asomó cuando una señora vestida de negro, que reconoció como la señora Duguesclin, preguntaba algo sobre un horario. Su entrada en la sala hizo que la atención de los presentes, Ariosto, Adela, y la mujer francesa, se desviara hacia él e interrumpieran la conversación.
-Buenas tardes –saludó-. Señor, ya estoy por aquí por si se le ofrece algo.
-Buenas, Sebastián –respondió Ariosto, que no se esperaba ver a su chófer- ¿No tenía el día libre?
-He venido a recoger unas cosas –mintió el chófer-. Por cierto, ¿ha visto a Fidela?
Ariosto se extrañó de la pregunta.
-Creo que está en la cocina –respondió.
-Pues no la he visto. Voy a buscarla por la casa.
Olegario saludó con la cabeza a las señoras y se dio la vuelta. Dado que había explorado la planta baja, comenzó a subir las escaleras hacia el primer piso. Allí se encontraban cuatro dormitorios, de los que solo se usaba el de Ariosto, el principal. Los demás se ocupaban cuando venía alguna visita familiar o una amistad cercana. El tercer piso, de planta más estrecha estaba destinado a sala de armas, con un gimnasio anexo. En la parte alta de la casa existía un mirador junto a un desván amplio, atestado de trastos, al que casi nunca se subía. Olegario llegó a primera planta y comenzó, girando a su derecha, por la habitación de invitados más cercana. Abrió y no estaba preparado para lo que vio.
Fidela se encontraba atada y amordazada en una butaca. Sus ojos se encontraban muy abiertos, en una expresión de alarma casi desesperada. Olegario entró y miró a ambos lados, no quería sorpresas por la espalda, dio tres pasos rápidos y le quitó la mordaza a la mujer.
-¡Un hombre encapuchado! –exclamó en cuanto se vio libre- ¡Está en la casa!
-Tranquila, voy a desatarla- respondió el chófer, que volvió a mirar en derredor-. ¿Qué ha pasado?
La asistenta trató de tranquilizarse un momento.
-Estaba pelando los ingredientes del puchero cuando tocaron a la puerta de servicio. Abrí y un hombre se abalanzó sobre mí y me puso un cuchillo en el cuello. Me trajo hasta aquí y me ató tal cual me ha encontrado. Como cerró la puerta al salir, no he visto nada más.
A Olegario le estaba costando desatar los nudos, eran especiales, como de marino. Trató de memorizar su disposición, como era su costumbre cuando se encontraba con uno de los complicados.
-Cuánto tiempo hace de eso?
-Pues no lo sé. Unos diez minutos, tal vez quince.
El chófer logró vencer la resistencia de las cuerdas y liberó a Fidela.
-Usted va a bajar despacio y avisará al señorito para que salga de la casa –le indicó en voz baja, mirándola fijamente a los ojos-. Yo voy a terminar de revisar la casa.
La asistenta asintió, algo más calmada.
La pareja salió al distribuidor del primer piso y, al llegar a la altura de la desembocadura de la escalera, se escuchó un portazo en la parte de abajo, en la cocina. Olegario bajó corriendo los escalones al tiempo que se encontraba con Ariosto en el piso inferior, que venía del salón.
-¿Qué ha sido ese golpe? –preguntó el dueño de la casa, alarmado.
-Tenemos un visitante no invitado –respondió Olegario al pasar junto a él.
La urgencia del chófer le contagió y corrió tras sus pasos. No había nadie en la cocina. Olegario abrió la puerta que daba a la parte trasera de la casa y bajó los tres peldaños. Miró a ambos lados y se dirigió con celeridad a la puerta metálica que separaba la propiedad de la calle. Comprobó que, en esta ocasión, estaba cerrada. La abrió y salió a la acera. Miró en todas direcciones, pero no vio a nadie sospechoso, solo peatones que caminaban tranquilamente y coches que pasaban a velocidad normal.
-¿Qué es lo que pasa? –preguntó Ariosto en cuanto llegó a su altura.
-Alguien se ha colado en la casa y ha reducido a Fidela.
-¡Dios mío!
-Está bien, no se preocupe. Pero el intruso acaba de escaparse.
Un gesto de fastidio del chófer fue correspondido por otro de alivio por parte de Ariosto. Se dieron la vuelta y se encontraron a las tres mujeres detrás de ellos, que les habían seguido.
-¡Un intruso! –exclamó Adela, espantada-. ¡A dónde vamos a llegar?
La señora Duguesclin puso una mano tranquilizadora en el hombro de la tía de Ariosto.
-Ya les dije que nos vamos a encontrar con gente peligrosa que no se detiene ante nada –dijo la francesa con seguridad-. Ese hombre debe de haber escuchado nuestra conversación, y ahora sabe dónde puede estar el Grial. Es cuestión de la máxima importancia que nos adelantemos a él. Debemos subir al museo ya.
Adela la miró de nuevo, con otro tipo de horror en sus ojos.
-¿Ya? ¿Sin comer? Acabemos antes con las tartaletas, por Dios.
................................
Estos capítulos corresponden a una iniciativa de Mariano Gambín, en colaboración con sus amigos de Facebook, para aportar un rato de entretenimiento en estos días de reclusión forzosa.
Si has llegado tarde al inicio, puedes leer los demás capítulos en misterioenlalaguna.blogspot.com, y ofrecer ideas para su continuación.
Si has llegado tarde al inicio, puedes leer los demás capítulos en misterioenlalaguna.blogspot.com, y ofrecer ideas para su continuación.
Comentarios
Publicar un comentario