MISTERIO EN LA LAGUNA. CAPÍTULO 14.
Un halo de tristeza envolvía aquella
noche la iglesia de San Juan Bautista, siempre tan sola, sin edificaciones a su
alrededor. Tenía el tamaño exacto para que todos dudaran a la hora de
catalogarla como iglesia o como ermita. Demasiado grande para ermita, un poco
pequeña para iglesia. Pero ahí estaba, disfrutando de su condición equívoca
frente al paso del tiempo.
Ariosto se encontraba en el asiento
trasero de su Mercedes 300D del 60, que se había detenido en la esquina entre
la avenida de la Trinidad y la calle Pablo Iglesias y se disponía a descender
de él.
–Entonces, Sebastián –le dijo a su
chófer–, quedamos en que usted se queda por los alrededores, por si acaso.
–No se preocupe que, aunque usted no me
vea a mí, yo sí que estaré viéndole. Si se presenta alguna sorpresa
desagradable, haga una seña con el brazo y acudiré de inmediato.
Ariosto saltó a la calle y se abrochó la
parte superior de su abrigo, la temperatura era fresca, y se dispuso a caminar
los doscientos metros que le separaban de la iglesia de San Juan. Aparecería
solo, siguiendo las instrucciones del mensaje, aunque no las cumpliera al pie
de la letra. Olegario, quien exigía a Ariosto que le llamara Sebastián por
cuestiones sentimentales, estaría rondando cerca.
En el trayecto recordó una noche similar
a esta, en que, acompañados de la periodista Sandra Clavijo, acudieron al mismo
lugar buscando una de las pistas que resolvieron el enigma del secuestro del
nuncio. Ahora se encontraba de nuevo allí tratando de resolver otro muy distinto.
Pero aquella noche no tendría que entrar en el templo, o al menos, eso creía.
En menos de cinco minutos se plantó ante
la fachada de la iglesia, bajo el arco de medio punto de la gastada arenisca
volcánica que le daba ese sabor tan antiguo al conjunto arquitectónico. Miró su
reloj. Faltaba un solo minuto para la medianoche. Comenzó a caminar despacio de
un lado a otro, dejándose ver y tratando de no quedarse frío, ya que sentía la
humedad del rocío sobre su cabeza. En la espera no vio a ningún peatón ni pasó
ningún coche por la calzada. Era una noche de domingo, y aunque oficialmente
había comenzado la semana grande de la ciudad, los actos festivos hacía tiempo
que habían concluido en la plaza del Cristo, al otro lado de la ciudad.
Ariosto buscaba con la mirada la llegada
de una persona a pie, como había acudido él a la cita, pero no se percató hasta
el último momento de la presencia de un vehículo oscuro de gama alta, un Audi
A6 RS con los cristales tintados, que provino del oeste y se paró en la acera,
a apenas cinco metros del lugar donde esperaba. Se abrió la puerta del
conductor y un hombre corpulento, calvo, con bigote y perilla, vestido con un
traje oscuro, a todas luces un chófer o un guardaespaldas, bajó del coche.
Cerró la puerta, miró a Ariosto y se dirigió a donde él estaba.
Ariosto se mantuvo con las manos en los
bolsillos, tratando de que no evidenciar la tensión que súbitamente se había
apoderado de él.
–¿Señor Ariosto? –preguntó.
–El mismo –respondió– ¿Y usted es?
–Me puede llamar Ambrosio –respondió sin
titubear–. Soy el hombre de confianza de la señora Duglesquin, que es quien
desea verlo. Le espera en el coche y le ruega que se reúna con ella.
Ariosto miró alternativamente al tal
Ambrosio y al coche, dubitativo. Una de las ventanillas traseras del Audi bajó
en ese instante y pudo contemplar en su interior a una mujer mayor, vestida de
negro, tocada con un sombrero que ensombrecía parcialmente su rostro. Una voz
cascada provino de ella.
–Por favor –pidió.
Ariosto se sintió algo más tranquilo.
Aunque mantuviera su misterio, la situación no parecía amenazante. Bajó los
escalones y se acercó a la ventanilla del automóvil.
–Buenas noches –dijo en tono amable–.
¿Es usted quien me ha citado esta noche aquí?
La mujer se acercó y dejó ver mejor su
rostro. Era una señora de edad indefinida entre los setenta y los ochenta,
elegante, y que de joven tuvo que ser toda una belleza. Sus ojos azules le
infundían respeto, pero no rechazo. Entrevió unas manos delgadas y níveas, de
piel fina y manicura perfecta.
–Tiene que disculparme por las formas, señor
Ariosto, pero toda precaución es poca.
El acento de la mujer era
inequívocamente francés, pero no era demasiado marcado, como si hubiera vivido
muchos años en España.
–Le disculpo, aunque yo, personalmente
hubiera elegido otra hora menos intempestiva.
–¿Quiere hacer el favor de subir? –preguntó
Ambrosio a su espalda, mirando inquisitivamente a ambos lados de la calle–. Aquí
estamos muy expuestos.
El chófer rodeó el coche y abrió la
puerta trasera del otro lado, invitándole a entrar en el vehículo con un gesto
de la mano.
Ariosto sopesó la situación un instante,
miró también a ambos lados de la calle sin descubrir el escondite de Olegario,
y terminó asintiendo con la cabeza.
–De acuerdo– dijo, y se introdujo en el
coche.
El chófer cerró la puerta detrás de él y
se dirigió a tomar el volante. Ariosto se encontró en el asiento trasero con la
misteriosa mujer que, al subir el cristal de la ventanilla, había devuelto a la
penumbra el interior del vehículo.
–Muchas gracias –dijo ella.
–No hay de qué. Espero que me dé una
explicación de todo esto.
–Por supuesto.
El coche arrancó y siguió en dirección a
la Avenida Trinidad. Ariosto comprendió que la súbita decisión de partir en el
Audi le había privado de la cobertura de
Olegario, pero lo consideró un riesgo calculado. Antes de llegar a la esquina,
tomó por la desviación hacia la avenida y luego, tras pasar sin tráfico la
rotonda del padre Anchieta, entró en la autovía en dirección al norte de la
isla. Ariosto no notó las luces de ningún automóvil detrás de él, por lo que
consideró que había perdido a su chófer.
–Le contaré, señor Ariosto –dijo la
mujer, tras unos segundos de silencio– que, por circunstancias que le detallaré
más adelante, se encuentra usted en gran peligro.
La noticia sobresaltó a Ariosto.
¿Peligro?
–Me encantaría conocer de qué peligro se
trata y por qué me concierne a mí en concreto –respondió.
–Sin saberlo, usted es el depositario de
un saber arcano. Tiene usted la llave de acceso a un secreto guardado
celosamente durante siglos.
–¿Yo? –replicó sorprendido–. Si es así,
le puedo asegurar que tengo esa llave sin ser consciente de ello.
–Sí, pero eso no es obstáculo para
existan personas malvadas que van a intentar arrebatársela. Por la fuerza si es
necesario.
La mente de Ariosto trabajaba a toda
velocidad.
–¿No tendrá algo que ver con ese mito
del Grial?
–De eso se trata. No es un mito, y
debido a él se encuentra usted en peligro de muerte. Créame.
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