MISTERIO EN LA LAGUNA. CAPÍTULO 49
Santa Cruz de Tenerife
Galán, tras recibir la llamada de Ariosto,
telefoneó a su colega de Santa Cruz, el inspector Ravelo. El radio de acción del
primero se centraba en La Laguna, por lo que, en la capital, le correspondía el
asunto de la desaparición de Adela a un compañero. Ravelo se interesó de
inmediato por el relato de Galán y despachó un coche patrulla al domicilio de
la tía de Ariosto. Él se incorporaría unos minutos después.
Galán, por su parte, decidió bajar a Santa
Cruz y le pidió al subinspector Morales que le llevase en un coche policial.
Sabía de antemano que era imposible aparcar en el centro de la ciudad si no se
llevaba la acreditación correspondiente. Delante del ayuntamiento existía una
acera completa reservada para uso oficial, y Galán esperaba tener un hueco
allí.
Los policías laguneros tuvieron suerte y
aprovecharon el último espacio disponible. Galán se bajó y se dirigió a la casa
de Adela, dejando a Morales discutiendo con un policía local sobre la
procedencia de dejar el coche en aquel lugar.
El
trayecto duró apenas cinco minutos y el inspector entró por el portal
custodiado por un agente, que lo saludó al pasar. Subió por las escaleras y
llegó a la vivienda. La puerta estaba abierta, con otro agente en el umbral,
que reconoció al recién llegado.
–Buenos días inspector. ¿Usted por aquí?
–La dueña de la casa es amiga. ¿Ha llegado
Ravelo?
–Sí, hace rato. Está hablando con el señor
que descubrió la ausencia.
Galán agradeció la información y entró en
la casa de Adela. Varios compañeros de la policía científica se afanaban
dejando la casa perdida de polvos en busca de huellas dactilares. Encontró a
Ravelo y a Ariosto en el salón. El inspector santacrucero tomaba notas en un
cuadernillo de los detalles que le contaba el sobrino adoptivo de la desaparecida.
–Buenos días, Ravelo. ¿Qué tal estas?
Los dos hombres se levantaron y
estrecharon la mano de Galán.
–Muy bien. Aquí, el señor Ariosto, me
estaba contando lo sucedido –respondió el policía de Santa Cruz.
–¿Alguna teoría de lo que ha ocurrido?
–preguntó a los dos. Ravelo respondió antes.
–No hay indicios de violencia. La
cerradura no está forzada, aunque, al ser bastante antigua, es fácil de abrir
para alguien que sepa utilizar ganzúas. Salvo por el hecho de que la señora que
vive aquí se dejó sus cosas más personales en la casa, no hay nada que indique
un allanamiento, y menos un secuestro –se volvió hacia Ariosto–. No se ofenda,
estoy relatando datos objetivos.
–Le comprendo, inspector –contestó Ariosto–.
Es el conocimiento cercano de la persona lo que me hace sospechar de la
existencia de un delito. Ella no se iría de la casa así, dejando sus cosas de
esta manera, y sin al menos media hora de arreglo delante del espejo.
Galán captó enseguida que Ravelo no lo
veía claro.
–Yo también la conozco –acudió en ayuda de
Ariosto–. Y ayer mismo estuvimos con ella. Lo que quiere decirle Ariosto es que
esta situación no es normal. Ella no actúa así.
–De acuerdo –respondió Ravelo–. Pero, según
parece, salvo la dueña de la casa, no falta nada en ella. No hay motivos claros
de que esa señora estuviera en peligro de sufrir un secuestro y, salvo que los
colegas de la Científica encuentren algo, hay poco que hacer de momento. Si se
trata de un secuestro para conseguir un rescate, lo sabremos pronto. Pero, la
verdad, por fortuna, aquí en Tenerife, eso ocurre poquísimas veces.
–Lo entiendo, inspector –dijo Ariosto–. ¿Me
necesita para algo más?
–Si en veinticuatro horas no ha aparecido,
venga a la comisaría a prestar declaración –concluyó el colega de Galán.
Los tres se levantaron y Ariosto y Galán
se despidieron de Ravelo.
–Me temo que ese policía no termina de
creerse la desaparición de Adela –le comentó Ariosto a Galán.
–Es normal, hay poco donde agarrarse
–repuso el inspector–. Todos los días desaparece alguien que se presenta horas
o días después con cualquier explicación válida. Pero nosotros la conocemos y
sabemos que este no es su estilo. Ravelo se moverá lo justo, pero nosotros
podemos ir haciendo algo. Luis, convendría que contactara con sus amistades
cercanas a ver si alguien sabe algo. Yo pasaré por radio el aviso por si alguna
patrulla la ve. ¿Se le ocurre algo?
–Después de lo de ayer, lo primero que me
viene a la mente es el sujeto que entró en mi casa. Esa historia de la orden
secreta no me gusta nada.
–Es una posibilidad. Investiguemos por
nuestra cuenta y nos llamamos en unas horas, ¿le parece?
–De acuerdo, Antonio. Le agradezco mucho
el interés.
–Es amiga mutua, Luis. Usted no tiene el
monopolio.
Ariosto y Galán bajaron a la calle y se
despidieron. El primero decidió volver a su casa a pie, necesitaba tomarse algo
caliente que le devolviera la tranquilidad al cuerpo. Mientras caminaba por la
acera central de 25 de julio, sonó el timbre del teléfono. Sacó el móvil y
descubrió en la pantalla que era una llamada de un número oculto. No era nada propenso
a contestar a personas sin identificar, pero en aquel caso, dadas las
circunstancias, lo hizo.
–¿Dígame?
Una voz en francés, alterada
electrónicamente, le soltó una escueta frase.
–Si quiere ver de nuevo a la mujer, esté a
las doce en la catedral. Venga solo.
Y la comunicación se cortó.
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Estos capítulos corresponden a una
iniciativa de Mariano Gambín, en colaboración con sus amigos de Facebook, para
aportar un rato de entretenimiento en estos días de reclusión forzosa.
Si has llegado tarde al inicio, puedes
leer los demás capítulos en misterioenlalaguna.blogspot.com, y ofrecer ideas
para su continuación.
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