MISTERIO EN LA LAGUNA. CAPÍTULO 48



La señora Duguesclin hizo acto de presencia en el Archivo Histórico Provincial, en el camino de la Hornera, a las nueve en punto de una mañana clara y luminosa. El bedel de la entrada tomó nota de su identificación y le indicó que debía dirigirse al tercer piso. Pedro Hernández ya había avisado de su llegada, con lo que el trámite de admisión fue inmediato. Ambrosio aparcó el Audi en el estacionamiento trasero del edificio de corte ultramoderno, todo cemento y cristal, y se dispuso a esperar allí.
Pedro, avisado por el teléfono interior, acudió al ascensor a recibir a la francesa. La introdujo, como visita especial que era, cruzando los pasillos del personal del archivo, hasta su despacho. Una vez allí, la invitó a sentarse en una de las sillas que enfrentaban su escritorio. El macizo montañoso de Anaga actuaba de telón de fondo en la cristalera, a su espalda.
–El amigo Ariosto me ha telefoneado y me ha pedido que le excusemos. No podrá venir, ya que le ha surgido un imprevisto. De cualquier manera, he estado adelantando trabajo –comentó Hernández–. Los archiveros entramos antes.
–Muy bien –respondió la mujer–. ¿Y ha encontrado algo?
–Sobre el pintor, Quintana, se sabe bastante. Hay una biografía y varios artículos publicados sobre él y, la verdad, no hay indicios que indiquen que estuviera relacionado de alguna manera con alguna orden secreta o grupo similar. Era cristiano devoto, muy de su época, y su huella en la Historia es casi impoluta. Algunas malas lenguas dijeron que mató a su primera esposa en un arranque de celos, pero no hay documentos que atestigüen esa historia. De cualquier manera, no tiene nada que ver con sectas ni temas afines.
–Descartemos al pintor entonces.
–El otro personaje objeto de investigación, fray Pedro, es más difícil de investigar, ya que los religiosos no suelen dejar tanto rastro en la documentación que manejamos en este archivo. Era un fraile franciscano que trabajó para el convento de San Miguel de las Victorias, el que se quemó en la plaza del Cristo, durante al menos veinte años. Al igual que Quintana, no hay elementos que nos indiquen su implicación en conjuras secretas. Un detalle que he logrado rescatar es que provenía de una familia de contadores y escribanos. No trabajaban con sus manos.
–Eso indica un cierto nivel cultural, ¿no? –preguntó la francesa.
–Estaban acostumbrados a manejar papeles y números, desde luego. El padre de fray Pedro fue ayudante de escribano, lo que hoy es un oficial de notaría. No era rico, pero se defendía en la vida. El fraile tuvo una hermana monja que profesó en las Catalinas como hermana administradora, y otro hermano que fue mayordomo contable del marqués de Nava. Su educación propició que el mismo fray Pedro fuera el contador pagador del convento franciscano.
–De acuerdo, todos sabían manejar dinero ajeno. ¿Y a dónde nos lleva eso?
Hernández sonrió ante la impaciencia de la mujer.
–No puedo decir que fuera la tónica de una manera continuada, pero he descubierto una pequeña singularidad en uno de los contratos que he consultado. Los que están fechados en el último año de vida del pintor Quintana.
La francesa miró a Pedro con expectación. El archivero demoró la continuación de la explicación unos segundos, dándose importancia.
–¿Qué singularidad? –preguntó la señora, impaciente.
–Fray Pedro intervino, como pagador del convento franciscano, en la compra de dos arcones de hierro reforzado en febrero de 1725. Pero esos arcones, verdaderas cajas de caudales de la época, no llegaron nunca al destinatario. Los compraron, en la siguiente escritura, sus hermanos.
–¿Los hermanos de fray Pedro? ¿Y se dice en el contrato para qué los querían?
–Solo hay una referencia, le leo textualmente: “los dichos sus hermanos compran y adquieren los dichos arcones para las casas en que habitan sus patronos”.
La francesa le dio un par de vueltas a la frase de Pedro.
–Las casas de sus patronos –repitió–. ¿A qué cree que se pueden referir?
Pedro estaba encantado de llevar las riendas de la conversación.
–En primer lugar, tenemos unos arcones de hierro reforzado. Nadie compraba ese tipo de cajas si no era para guardar algo de valor extraordinario. Pesaban tanto que se necesitaban dos hombres para transportarlos. Y a veces, más. Las cajas fuertes de los bancos del siglo XIX estaban basadas en ellos.
–Muy bien. Algo de valor extraordinario. ¿Y en segundo lugar?
–Los patronos. Por un lado, el marqués de Nava y, por otro, el convento de las Catalinas. Hay una coincidencia asombrosa.
–¿Cuál? –la francesa se estaba cansando de preguntar continuamente.
–Las casas de los patronos. El palacio de Nava y el convento de las monjas Catalinas están uno al lado del otro. Solo los separa la calle más estrecha de toda La Laguna, la de los cazadores, hoy Deán Palahí.
–Eso es una novedad –admitió la señora. Pedro volvió a sonreír.
–Es una pista. ¿Qué podrían querer guardar esos hermanos en esos arcones? Hay un detalle que añadir a todo esto, de una importancia vital.
La francesa no volvió a preguntar, le bastó con mirar fijamente a Hernández, que prosiguió.
–He revisado el testamento del marqués que vivió en aquellos años. Y también un inventario de bienes del convento de las mismas fechas. En ninguno de los dos aparece por ningún lado la existencia de esos arcones. Si eran un bien muy preciado, tenían que figurar en la lista de bienes. Era lo usual en esos tipos de documentos.
–¿Me quiere decir que esos arcones fueron escondidos a propósito por ambos hermanos?
–¡Sí! ¿No le parece fantástico?



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Estos capítulos corresponden a una iniciativa de Mariano Gambín, en colaboración con sus amigos de Facebook, para aportar un rato de entretenimiento en estos días de reclusión forzosa.
Si has llegado tarde al inicio, puedes leer los demás capítulos en misterioenlalaguna.blogspot.com, y ofrecer ideas para su continuación.



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