MISTERIO EN LA LAGUNA. CAPÍTULO 50

Campus de Guajara.


La cafetería del aulario tenía una clientela no superior a un tercio de lo habitual. Se notaba que aún no habían comenzado las clases y la fauna que pululaba por allí consistía sobre todo en profesores y becarios. Algún alumno ocasional destacaba entre tanto miembro del cuerpo docente. Marta dejó el coche aparcado enfrente y se dispuso a tomarse un café antes de dejar sus cosas en su despacho y llamar a Pedro, a ver cómo iban las averiguaciones de la Orden Secreta.
Al entrar en el amplio espacio de la cafetería le recibieron, como siempre, decenas de voces en cacofonía. Había pocos lugares donde la acústica fuera peor que allí. Le sorprendió gratamente descubrir al profesor Álvaro Lugo, al extremo de la barra, tratando de pasar desapercibido cuando se tomaba el segundo donut con un café con leche. Si alguien lo acusaba de ello, siempre lo negaría. La arqueóloga se acercó a su amigo.
–Buenos días, Álvaro –saludó, se sentó en el taburete de al lado y pidió al camarero un cortado de leche condensada–. ¿Hoy no desayunas en casa?
El profesor trató de tragar rápidamente el resto de rosco para hacer desaparecer las pruebas de la violación de su régimen eterno de adelgazamiento y tardó unos segundos en contestar.
–Buenos días. Es el segundo café de la mañana.  Hoy puede ser un día duro y conviene ir sobrado de fuerzas.
–Claro que sí –Marta le siguió la broma–. No se te ocurra desfallecer.
El profesor cambió de tema al instante.
–¿Algo nuevo del misterio de la mujer emparedada?
Marta le contó a Lugo el descubrimiento de la orden secreta, la datación de los huesos, la aparición del nombre del propietario de la antigua casa donde está ahora el Archivo Diocesano, y la entrada en escena de la señora Duguesclin con la pista del crucifijo de Ariosto. La arqueóloga concluyó su relato:
–Pedro Hernández prometió echar un vistazo a varios legajos. Dentro de un rato voy a verlo.
Lugo meditó unos segundos dándole vueltas a los datos que le había proporcionado su amiga.
–¿Manuel Solórzano y Quesada? –se preguntó en voz alta–. Me suena mucho ese nombre.
Marta lo miró con expectación.
–¿Te acuerdas de qué?
–Espera un momento. –Lugo se tomó varios segundos más–. Creo recordar que era un mayordomo, el que le llevaba las cuentas y manejaba los asuntos domésticos de un noble de aquí, de La Laguna.
–¿Fecha?
–Siglo XVIII. A comienzos, estoy casi seguro.
–¿Y el noble quién era?
–Estoy dudando entre el marqués de Nava o el de Salazar. Uno de los dos. Tengo el dato en el despacho. Si quieres, vamos y te lo confirmo.
Marta se tomó el café con rapidez antes de responder.
–Si ya has terminado, me gustaría saberlo.
Lugo dejó sobre la barra el importe exacto de las consumiciones y salieron al exterior. Un viento fresco mañanero, tan típico de Guajara, les animó a apretar el paso en el trayecto entre la cafetería y el edificio departamental. El cubículo de trabajo de Lugo se encontraba en la cuarta planta, como todos los de Historia. La puerta del veterano profesor era la décima a mano derecha del pasillo izquierdo, con vistas a la plaza de las facultades de humanidades. Abrió la puerta e invitó a Marta a seguirle. La mesa estaba, como siempre, atestada de libros y papeles. Marta se preguntó si no se le extraviarían exámenes de vez en cuando, y qué nota pondría a los alumnos en tal caso.
La arqueóloga se sentó en la única silla libre, las otras dos estaban llenas de columnas de libros. Comprobó, para su sorpresa, que la mayoría provenían de la biblioteca universitaria. Estaba segura de que Lugo no los devolvía en el plazo asignado. Debía de tener un sinfín de sanciones. No tenía remedio.
El profesor sacó un libro de la mitad de una de las pilas, poniendo en peligro el precario equilibrio en que se encontraban. Lo abrió y pasó las páginas con frenesí.
–¡Aquí está! –exclamó, colocando el índice sobre una página–. Manuel Solórzano y Quintana, mayordomo del marques de Nava, o de Villanueva del Prado, que era el nombre correcto. Se trataba de don Pedro Antonio de Nava–Grimón, un marqués de postín. Manuel Solórzano trabajó para él en el primer tercio del siglo.
–Bueno, ya lo hemos localizado. Pero no sé si es el que buscamos. Las fechas no coinciden. Los resultados del análisis de los huesos dicen que la mujer emparedada es de finales del siglo XVIII.
–Si don Adrián sacó ese nombre es por algo. Yo de ti, revisaría el análisis. Todos sabemos que las pruebas son más fiables cuando más se retrocede en el tiempo. Las de hace trescientos años pueden someterse a varias pruebas y arrojar resultados contradictorios. Son demasiado recientes.
–Tienes razón, Álvaro.  Lo haré hoy mismo. ¿Tienes algún dato más de don Manuel Solórzano?
–Déjame ver –Lugo examinó varias páginas más del libro que tenía en sus manos–. La familia era de beatos. Sus dos hermanos eran, uno fraile franciscano, y la otra, monja catalina. Cuando les daba fuerte el ramalazo religioso, no se quedaban a medias tintas.
–¿Qué más?
Lugo se subió las gafas y releyó un párrafo de la siguiente página.
–Mira qué casualidad. Era el síndico de menores de La Laguna.
Marta lo miró extrañada.
–Me suena mucho ese título. ¿No era una especie de encargado municipal de jóvenes sin familia?
–Exacto. Un cargo que, generalmente, traía de cabeza a quien lo desempeñaba. Estaba lleno de problemas. Este detalle te puede interesar, era una especia de tutor de huérfanos.
–Me interesa, y mucho. ¿Algo más?
Lugo siguió bajando el índice por la página en la que estaba y se detuvo.
–Pues sí, mira qué casualidad. El pobre hombre murió asesinado. Y nunca se descubrió al autor del crimen.





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Estos capítulos corresponden a una iniciativa de Mariano Gambín, en colaboración con sus amigos de Facebook, para aportar un rato de entretenimiento en estos días de reclusión forzosa.
Si has llegado tarde al inicio, puedes leer los demás capítulos en misterioenlalaguna.blogspot.com, y ofrecer ideas para su continuación.





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