MISTERIO EN LA LAGUNA. CAPÍTULO 45
Puerto de la Cruz.
Olegario miró fijamente el pomo de la
puerta de al lado, de donde había procedido el ruido. O el ocupante de la
habitación estaba asegurando la cerradura antes de irse a dormir o iba a abrir
la puerta. Se preparó para salir corriendo en este último caso, pero no. La
puerta no se abrió.
Un suspiro de alivio inaudible salió de
sus labios. Iba a ser complicado explicar su presencia en aquel pasillo
solitario si lo sorprendían allí.
Volvió a tratar de escuchar lo que decía la
señora al otro lado de la puerta, pero había terminado la conversación
telefónica. Esperó unos segundos, por si volvía a llamar, pero solo oyó el
sonido de una puerta interior abriéndose y el del agua de una ducha que
comenzaba a correr.
Se planteó, contando con la ayuda de su
estuche de ganzúas y de tarjetas plásticas, abrir la puerta de la habitación.
Sopesó las alternativas. Era algo muy arriesgado. Y dispondría tan solo de un
par de minutos para tratar de averiguar algo en el equipaje de la mujer.
Ahora o nunca, se dijo. Examinó la
cerradura de la puerta. Era de las típicas de hotel de hacía treinta años.
Probó con una tarjeta plastificada. Si no había dado doble vuelta a la cerradura,
se abriría rápidamente. Forzó su introducción por la rendija lateral y consiguió
abrirla a la primera. Empujó un poco la puerta y asomó la cabeza con mucho
sigilo. La mujer estaba en el cuarto de baño, duchándose. La puerta del aseo
estaba entornada, lo que le ocultaba de su posible mirada. Entró en la
habitación y dejó la puerta del pasillo a punto de cerrar, dejando preparada
una salida precipitada, por si se daba el caso.
Miró a su alrededor. Una habitación común
de hotel con cama doble y cuarto de baño adosado. Los muebles algo anticuados,
pero todo limpio y en perfecto estado de uso. No se había desmantelado el hotel
por completo, estaba claro.
Su mirada se dirigió a la mesita de
trabajo que se encontraba junto a la pared enfrentada a los pies de la cama.
Era el lugar donde se dejaría algún tipo de documento. No se engañaba, varias
carpetas aparecían apiladas unas encima de otras. Con un oído pendiente del
ruido del agua, se acercó y miró los títulos de cada carpeta. Estaban,
lógicamente, en francés. “Búsquedas del Grial. Francia.”, en la primera. La
segunda rezaba “Búsquedas del Grial. Resto del mundo”. Miró la tercera y
descubrió: “Ludovico Ariosto”. Tras reponerse de la sorpresa, miró las tres
siguientes, dedicadas a “Informes de prensa”, “Extractos de estudios
académicos”, y la última, a “Orden Secreta”. De repente, el sonido de la ducha
cesó. Olegario se quedó quieto, escuchando. Si oía la apertura de la mampara de
cristal, tocaba retirada. Esperó unos instantes interminables y oyó el típico
sonido acuoso de aire y líquido saliendo a presión de un bote de gel o de champú.
Era el momento de enjabonarse, se dijo. Tendría varios minutos más.
Echó una ojeada al resto de la habitación.
El bolso de la mujer centró su atención sobre la cama. Dio dos pasos y lo
cogió. Miró en su interior y solo le llamó la atención un monedero alargado
cerrado con cremallera. Lo cogió y lo abrió. En ese momento, volvió a escuchar
el agua corriendo en la ducha. Miró dentro de la cartera, le interesaban sobre
todo los documentos de identidad. Encontró un carnet francés a nombre de
Jacqueline Huguet. Nada de Duguesclin, a pesar de que las mujeres tomaban el apellido
del marido en Francia. Tal vez, al ser viuda, hubiera recobrado el apellido de
soltera. Reconoció a la mujer en la foto. Buscó en los otros compartimentos del
monedero. Un par de tarjetas de crédito al mismo nombre y otra cédula de
identidad. Esta vez, con una foto parecida de la misma persona, a nombre de Amélie
Durand.
“Vaya, vaya” –se dijo Olegario-. “Dos
identidades. Esto no es lo usual”.
No vio nada más de interés en el portamonedas,
por lo que lo cerró y lo dejó dentro del bolso.
El agua corriendo continuaba sonando, por
lo que se acercó de nuevo a las carpetas. Tenía escasos segundos y tuvo que
decidirse por alguna. Abrió la de “Ludovico Ariosto”, por lo de las alusiones
cercanas. Se encontró con varios folios manuscritos llenos de notas. Detrás
había fotocopias de fragmentos de libros y de artículos literarios. También, extraviado
entre ellos, un informe de una agencia de detectives privados de Madrid sobre
la vida de su jefe y la relación de familiares. Un somero vistazo le indicó que,
en la tercera página, se informaba que Ariosto disponía de los servicios de un tal
Olegario Mora, chófer y guardaespaldas, de pasado oscuro. Categoría: “sospechoso”.
Encantado de que se le tildara con esa definición,
cerró la carpeta y cogió la última, la de “Orden Secreta”. La abrió y, en ese
momento, el agua de la ducha dejó de correr.
Apenas pudo pasar un par de folios con
rapidez, pero vio un párrafo que le llamó la atención. Lo leyó a toda velocidad,
cerró la carpeta, la colocó en su sitio y lo mismo hizo con las demás,
dejándolas en la disposición en que las había encontrado.
Caminando de puntillas, se dirigió a la
salida y pasó como una exhalación por delante de la puerta del cuarto de baño. El
roce de una toalla sobre una piel era indicativo de que la mujer se estaba
secando. Saldría en cuestión de segundos.
Olegario, casi aguantando la respiración,
alcanzó la puerta y pasó al otro lado. Con mucho cuidado, la cerró despacio,
pero no pudo evitar el sonido del “clic” final. No esperó a nada más y aceleró
el paso por la alfombra del pasillo, que amortiguó sus pasos. Se detuvo en el
descansillo de la escalera, por si escuchaba la puerta abrirse a su espalda o
sentía a alguien cerca, pero solo percibió el silencio de la noche.
Siendo consciente de que había alguien más
dentro del hotel, la persona que había abierto la puerta a los franceses cuando
llegaron, bajó la escalera con precaución hasta llegar a la planta baja. No
notó movimiento alguno, por lo que se dispuso a salir por donde había entrado.
Recorrió el pasillo de las oficinas, con la luz del techo siempre encendida, y
desembocó en la puerta que daba acceso al último distribuidor, el de la salida
al aparcamiento exterior.
Se asomó con cautela y vio, sentado detrás
de un mostrador, escuchando la radio por un auricular, a un vigilante nocturno
de uniforme. Maldijo en su interior por la inesperada sorpresa.
¿Qué hacer? ¿Esperar a que se levantara
para hacer alguna ronda? ¿Cuándo sería eso? ¿Y si no la hacía?
El empleado de seguridad se giró a su
derecha y dio la espalda de Olegario. Este se lo pensó una sola vez. Avanzó con
rapidez y en cinco pasos llegó a su altura. Con destreza, descargó un golpe con
el canto de la mano en el cuello del vigilante, que se desplomó al suelo, inconsciente.
Recordó que aquel recurso se lo había enseñado un capo de la mafia albanesa
muchos años atrás. Si se hacía bien, no fallaba, y aseguraba sus buenos quince
minutos de desmayo a la víctima.
Depositó con cuidado el cuerpo del hombre
en el suelo. Le quitó el manojo de llaves que pendían de su cinturón y se
dirigió a la puerta principal. Como esperaba, estaba cerrada por dentro.
Encontró la llave correcta al cuarto intento y abrió la puerta. Salió al
exterior y el aire tibio de la noche portuense le dio la bienvenida. La cancela
del estacionamiento era la sexta llave. Salió por fin a la calle, dejó el llavero
colgando de la cerradura, y se encaminó hacia el lugar donde había dejado el
coche. Durante el breve trayecto. Al tiempo que permanecía alerta a cualquier
ruido a su espalda, no dejó de pensar en una de las frases que había leído en
la carpeta titulada “Orden Secreta”. Todo un descubrimiento.
................................
Estos capítulos corresponden a una
iniciativa de Mariano Gambín, en colaboración con sus amigos de Facebook, para
aportar un rato de entretenimiento en estos días de reclusión forzosa.
Si has llegado tarde al inicio, puedes
leer los demás capítulos en misterioenlalaguna.blogspot.com, y ofrecer ideas
para su continuación.
Comentarios
Publicar un comentario