MISTERIO EN LA LAGUNA. CAPÍTULO 41.

Ariosto celebraba en su fuero interno que aquella noche hubiera encontrado mesa en la tasca Faracho, en la calle Santo Domingo, enfrente de la iglesia del mismo nombre. En condiciones normales, hacer una reserva para comer o cenar exigía una llamada telefónica con semanas de antelación. El local era pequeño, no más de seis mesas, pero su fama en los últimos años había provocado que Iván, el hombre que estaba al frente del negocio, se viera obligado a adquirir un libro de reservas más grande.
Como aquella semana era la de las fiestas del Cristo, la tasca Faracho abría todos los días, incluyendo aquel lunes por la noche. Tras salir de la comisaría, y a instancias de la señora Duguesclin, que tenía mucho interés en hablar de ciertos temas, Ariosto, a pesar de que era pronto, resolvió telefonear al restaurante para saber si, por causalidad, les podían atender. Para su sorpresa, respondieron al teléfono y le confirmaron que podían disponer de una mesa para cuatro personas de ocho a diez, ya que tenían después una reserva tardía. Ariosto aceptó desalojar la mesa antes de esa hora y para allá fueron los cuatro, Pedro Hernández Adela, la señora Duguesclin y el propio Ariosto. Olegario se marchó, tras pedirle su jefe que así lo hiciera, considerando que la jornada estaba terminada. Ya bajaría a Santa Cruz con Adela en taxi.
Por su parte, la señora francesa había hecho lo mismo con Ambrosio, su chófer, que desapareció en un momento indeterminado en el trayecto desde la comisaría hasta la calle Santo Domingo.
El cuarteto entró en el restaurante cuando acababan de abrir sus puertas y fueron los primeros en ocupar una de las mesas bajo un techo abarrotado de botellas de vino, vacías y firmadas por sus consumidores, que ofrecían un decorado muy original. Ariosto localizó unas cuantas de las que había dado cuenta de ellas con sus amistades en otras ocasiones. Aconsejados por el encargado, pidieron para picar bolitas de queso, croquetas variadas, alcachofas, y judías con chipirones y setas. Estaba seguro de que acertarían con todos los platos. Sabiendo que el amigo Gonzalo Padrón había dejado en custodia en aquel local alguna que otra botellita de Tanajara, Ariosto tiró de la complicidad del maestro de ceremonias para conseguir que le descorcharan una. A veces, como aquella, abusaba de su influencia, aunque no se sentía nada culpable por ello.
La señora Duguesclin pidió que fuera ella la que invitara, a lo que Ariosto se opuso. Tras su insistencia, aparentó rendirse, no sin hacer un gesto al encargado dando a entender quién iba a pagar finalmente. Con la llegada de las bolitas de queso y de las croquetas, la señora Duguesclin consideró que era el momento de entrar en materia.
–Estimado Pedro –dijo, con cierta zalamería–, es usted una de las personas que más conocen el pasado de la ciudad, sobre todo en relación con los edificios religiosos que la pueblan.
Hernández no pudo evitar hincharse un poco de orgullo. De vez en cuando, no le venía mal que le reconocieran sus méritos.
–Y son muchos, por cierto –respondió–. La Laguna es una corona llena de joyas brillantes.
–¡Qué bien te ha quedado eso, Pedro! –exclamó Adela, encantada.
–En el fondo –intervino Ariosto–. El amigo Pedo es un poeta lleno de sensibilidad.
–De acuerdo –dijo Hernández, con un ademán de rendición con la mano–. No lo volveré a hacer.
–Puedes ser todo lo cursi que quieras, Pedro –advirtió Adela–. Estando Luis aquí, es difícil ganarle a eso.
Ariosto lanzó una mirada de reproche a su tía, que se convirtió en una sonrisa cuando esta le respondió con un abrir y cerrar de ojos muy risueño.
–¿Nos puede hablar del pintor que ejecutó el retrato del Cristo sobre la cruz original? –pidió la francesa–. Quintana creo que se llamaba.
–En efecto –respondió el archivero–. Cristóbal Hernández de Quintana fue un pintor tinerfeño que vivió a caballo de los siglos XVII y XVIII. Nacido en La Orotava, se formó en Las Palmas de Gran Canaria, aunque la mayor parte de su obra la realizó aquí, en La Laguna. Vivió en el barroco y su pintura se dedicó por completo a motivos religiosos, que era lo que daba dinero en aquel tiempo.
–Hay obras de él en casi todas las iglesias –añadió Ariosto–. Fue un pintor prolífico al que no siempre se le dio la importancia que merecía.
–En eso estoy de acuerdo –admitió Hernández–. Cuando cambió el gusto al neoclasicismo, algunos supuestos entendidos despreciaron su obra. Menos mal que se ha recuperado la admiración por sus aportaciones al arte canario y con ello su prestigio.
–¿Nos puede concretar la relación de Quintana con la cruz del Cristo? –repreguntó la francesa, tratando de que no se desviasen del tema.
–Quintana murió en 1725. Sabemos que un año antes estuvo trabajando en unos cuadros que iban a colocarse en el retablo mayor del convento de las Clarisas. Uno de ellos es precisamente un retrato del Cristo de La Laguna, que puede verse en la calle central del segundo cuerpo de dicho retablo. Pues una copia casi exacta de esa pintura es la que también hizo sobre la propia cruz, y se cree que fue en ese mismo año. Las pinturas las pagó fray Pedro de la Concepción, quien tenía a su cargo la supervisión de la obra del retablo mayor.
–¿Qué edad tenía por entonces? –preguntó Adela.
–Unos setenta y tres años. Una edad muy avanzada para su tiempo. Y ahí estaba, trabajando como un chaval.
–¿Qué sabemos de ese fray Pedro? –inquirió la señora Duguesclin.
–Pues poco, la verdad –confesó Hernánez–. Tendría que rastrearlo en las escrituras de aquellos años.
–Deduzco que ese fraile fue quien supervisó las obras del retablo y la pintura de la Cruz –continuó la francesa.
–Así es –admitió el archivero.
–Y para ello tuvo que estar presente en la iglesia del convento de las Claras. Y pudo quedarse a solas en ella, dada su condición de pagador.
–Me imagino que sí.
–Y desde entonces, la cruz se quedó en el coro bajo del templo, al otro lado de la reja de clausura, donde nadie, salvo las monjas, pudo tener acceso a ella hasta hace pocos años.
–En realidad, hace muy pocos años. No se lo puedo asegurar al cien por cien, pero es muy posible que fuera como dice usted, señora Duguesclin.
–Entonces, tenemos dos candidatos a autor del expolio de lo que había dentro de ella. Los últimos que manipularon la cruz.
–¿Quiénes? –preguntó Adela, curiosa.
–El pintor y quien le pagó –concluyó la francesa–. Tuvo que ser uno de ellos dos. Sin duda. ¿A qué hora abre el Archivo Histórico mañana, Pedro?





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Estos capítulos corresponden a una iniciativa de Mariano Gambín, en colaboración con sus amigos de Facebook, para aportar un rato de entretenimiento en estos días de reclusión forzosa.
Si has llegado tarde al inicio, puedes leer los demás capítulos en misterioenlalaguna.blogspot.com, y ofrecer ideas para su continuación.



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