Santa Cruz de Tenerife
Ariosto llegó caminando a su casa tras
dejar a Adela en la suya. Ella vivía muy cerca, en la esquina de Numancia con
25 de julio, por lo que en cinco minutos ya estaba subiendo las escaleras de
acceso a la puerta principal de su mansión familiar. Entró y desconectó la
alarma, que funcionaba cuando se quedaba la casa sola. No le sirvió de mucho
aquel mediodía, cuando no se sabe quién se aprovechó de un descuido de Fidela
para entrar y espiar sus conversaciones. Desde aquel momento, el intruso
desconocido había ido un paso por delante de ellos. Al menos, hasta que se
llevó el chasco en el taller del obispado.
Dejó las llaves en la mesita del recibidor
sin necesidad de encender ninguna luz. Se conocía el caserón de memoria, y
subió por las escaleras rumbo a su dormitorio. Había sido una tarde noche muy
ajetreada y le apetecía darse una ducha.
Mientras el agua se calentaba, repasó
mentalmente los acontecimientos de los dos últimos días. La inquietante llamada
de Galán a las cuatro de la mañana para descubrir una pintada dedicada a él, o
referida a él, en el Santuario del Cristo. El mensaje todavía resonaba en su
cerebro:
Y al
tercer día, Ariosto resucitará de entre los vivos y entregará el grial a quien
le corresponde.
Al día siguiente, la misteriosa carta que
le invitaba a asistir a la procesión del traslado del Cristo a la catedral, y
la nueva cita en la iglesia de San Juan, ambas atribuibles a la extraña señora
Duguesclin. Y, posteriormente, la sorprendente historia que le contó de una
búsqueda de años de un objeto tan mítico e increíble como el Grial. Y cómo
llegó hasta él a través de Ludovico Ariosto, su antepasado, y su conexión con el
crucifijo familiar. Hasta que no se descubrió el insospechado hueco existente
en la base de aquella cruz que había estado siempre en la casa familiar, no se
tomó aquello medianamente en serio.
La aparición de otro hueco similar en la
verdadera cruz del Cristo ya le dijo que no se trataba de meras casualidades.
Pero el fiasco final al encontrarlo vacío hizo que una incógnita a punto de
resolverse se convirtiese en un enigma de difícil resolución. ¿Quién sacó el
cáliz de la cruz? ¿Estuvo en realidad allí? ¿Era el cáliz auténtico?
Entró en la ducha mientras seguía
cavilando.
El misterio conllevaba una fuerte dosis de
desasosiego por la presencia invisible de alguien que no dudaba en abrir toda clase
de puertas para apoderarse del supuesto Grial. Y, además, según delataban el
golpe en la sien del chófer francés, las ligaduras de Fidela y la coacción al
empleado del taller con un arma de fuego, sin ninguna dificultad para ejercer
diferentes tipos de violencia.
Ariosto quería creer que el hecho de que la
pista de su crucifijo hubiera terminado sin éxito había provocado que quedara
fuera del siniestro juego en el que se había visto envuelto. Un juego que, en
principio, no le apetecía seguir jugando.
Pero sentía curiosidad. El vínculo de su
familia con la trama hacía que se sintiera algo presionado en su fuero interno por
conocer qué verdad había detrás de aquella legendaria búsqueda. Le parecía una
historia increíble que el Grial hubiera acabado en Tenerife. Como si no hubiera
lugares que se atribuían su posesión desde cientos de años atrás, y algunos con
cierto fundamento.
La primera historia que había que
comprobar era la de la señora Duguesclin. ¿En realidad su fallecido esposo era
un investigador académico del Grial? ¿Y ella había continuado sus
investigaciones? ¿En solitario? ¿Sin ninguna institución más o menos seria
detrás?
Aquello le sonaba a aficionados buscando
tesoros, de los que lo hacían en tumbas arcaicas, en fondos marinos, o en
iglesias antiguas. Tendría que hablar con alguien que supiera del tema. Alguien
de Francia.
Una vez seco, se vistió el pijama y se
sentó en el borde de la cama. ¿A quién conocía en el mundo académico francés?
Un par de nombres, excompañeros de estudios postdoctorales en Bolonia, muchos
años atrás, saltaron en su memoria. Los llamaría, sí, pero al día siguiente. No
eran horas de molestar. Pero había una persona a la que sí podía llamar, y que
conocía bastante bien el mundo de la superchería esotérica, aunque no estaba
seguro de que su caso pudiera encuadrarse en esa denominación.
Ariosto tomó su móvil y marcó el número de
Antoinette de Montparnasse, la mujer que ocupaba sus pensamientos. Aunque su
idilio había comenzado en Tenerife hacía algunos años con el asunto del
fantasma de Catalina, había corrido más recientemente varias aventuras con ella
en Río de Janeiro, París y Venecia, lo que les había unido mucho más.
Antoinette era una vidente parisina de gran prestigio en el mundo de lo
paranormal y, aunque Ariosto era escéptico respecto a aquellas manifestaciones,
ello no impedía que la respetase profundamente en su labor profesional. Y la
iba a llamar no solo para darle las buenas noches, lo que solía hacer a menudo,
sino también para contarle lo que le estaba ocurriendo.
-Chéri, ¿Cómo estás? –respondió ella al
segundo tono-. Llevo un par de día sin saber de ti. ¿No me echas de menos?
-Muchísimo. ¿No te das cuenta? ¿No lo has
notado? –bromeó él en referencia a sus extraordinarias dotes-. Solo tengo ojos
para ti.
-Eso sí que lo sé, y no me hace falta usar
ninguno de mis poderes para estar segura. Cuéntame, ¿cómo te ha ido estos días?
-¿Estás sentada? Es que es largo.
Ariosto dedicó bastantes minutos a relatar
a la francesa los últimos acontecimientos y le preguntó al final si conocía a
la señora Duguesclin.
-La verdad es que no he oído hablar de esa
mujer –respondió-. Pero tengo amistades que tal vez sepan algo de ella y de su
esposo, si es que era alguien importante en ese mundo de buscadores de
reliquias sagradas. Sabes que eso no es lo mío, pero a mi alrededor hay gente
que le gusta indagar en todo lo que suene a misterio.
-Esa es la segunda razón de mi llamada.
-Pues espera un momento. Cuelgo y llamo a
una amiga que sabe mucho de eso. Te llamo en unos minutos.
Ariosto no tuvo tiempo de replicar.
Antoinette había colgado. Se dispuso a esperar y buscó en su reproductor de
música algo interesante. Pasó por diversos títulos y se decidió por Ernani, una
ópera de la primera época de Verdi que le recordaba mucho a Il Trovatore. No
pasó del comienzo de la primera aria de las que más le gustaban del acto
primero, Come rugiada al cespite, cuando
sonó el teléfono. Era Antoinette.
-Chéri, mi amiga, la baronesa Anne-Louise
de Laroche, es una erudita en temas de leyendas artúricas, ya sabes, lo de la
tabla redonda y esas cosas.
-El rey Arturo, la reina Ginebra y
Lanzarote del lago. Son viejos conocidos.
-Pues bien, me ha comentado que el tal
señor Duguesclin, que se llamaba Armand, era un profesor de una universidad pequeña
de Normandía que escribió un par de libros sobre la Historia de la búsqueda del
Grial. Según me ha comentado Anne-Louise, Duguesclin aportó hipótesis novedosas
sobre sus posibles localizaciones. La verdad es que no sé hasta qué punto
fueron importantes sus investigaciones, ya que murió hace años y nadie, que se
sepa, ha continuado con ellas.
-Entonces el señor Duguesclin es real. ¿Y
se sabe algo de su esposa?
-Te estás adelantando. En torno a ese
hombre hay un misterio. Su muerte no fue natural.
-¿Cómo dices?
-Armand Duguesclin fue asesinado. En su
estudio, mientras trabajaba. Por lo que se sabe, con un arma blanca, larga y
afilada. La investigación de judicial se llevó en secreto, ya que surgieron
muchas incógnitas, de esas que no les gustan a los policías.
-¿Cómo cuáles?
-Rumores sobre sectas secretas o algo así.
Es un tema que pone nerviosos a los agentes de la autoridad.
-Comprendo. ¿Y cuál fue el resultado de
sus pesquisas?
-Ninguno. No dieron con el culpable,
aunque trascendió que había alguien sospechoso que escapó por falta de pruebas.
-¿Quién?
-La esposa. La policía siempre creyó, sin
poder probarlo, que ella lo mató.
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Estos capítulos corresponden a una
iniciativa de Mariano Gambín, en colaboración con sus amigos de Facebook, para
aportar un rato de entretenimiento en estos días de reclusión forzosa.
Si has llegado tarde al inicio, puedes
leer los demás capítulos en misterioenlalaguna.blogspot.com, y ofrecer ideas para
su continuación.
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