MISTERIO EN LA LAGUNA. CAPÍTULO 42
Puerto de la Cruz.
Olegario se mantenía vigilante, oculto
tras un seto en el aparcamiento anexo al parque Taoro o de la Sortija, desde
donde podía observar la entrada al Hotel Taoro.
El reloj estaba a punto de llegar a las
once de la noche y se dio cuenta de que llevaba allí, atento al tráfico rodado,
casi una hora. Quería comprobar en persona si la señora Dugueslin y su chófer
se alojaban de verdad en el enorme edificio que se alzaba frente a él, a
oscuras y sumido en el silencio. El hotel llevaba muchos años cerrado, por lo
que tenía sus dudas de que estuviera en condiciones de alojar correctamente a
alguien, pero necesitaba estar seguro. Tal como parecía, la mujer francesa
debía de tener alguna vinculación con la empresa contratista que iba a tomar
las riendas de las obras de rehabilitación del establecimiento hotelero, pero
era una mera suposición, basada en el nombre de la sociedad: “Saint Graal
Batiments”, “Construcciones Santo Grial”, en español, un nombre curioso, sin
duda, que daba qué pensar.
Olegario entendía que se trataba de una
mera sospecha, un detalle superfluo que no fue necesario reflejar en la
declaración que hizo en la comisaría de policía. A fin de cuentas, solo le
preguntaron por el allanamiento de la casa de Ariosto en Santa Cruz, y nada
más. Por ello, se limitó a contestar a lo que le preguntaron. Siempre le había
ido bien haciéndolo así desde que comenzó a tener relación periódica con las
distintas policías europeas en sus oscuros años de juventud de travesías y puertos.
Lo mejor era no soltar más prenda que la estrictamente necesaria. Era una
máxima que siempre estaría dispuesto a respetar.
Aquella zona del Puerto de la Cruz era muy
tranquila y apenas pasaban coches a esa hora. Podía escuchar perfectamente el
canto de los grillos, recuerdo de que el verano húmedo todavía estaba presente
y que tardaría en irse, como ocurría cada año. Había calculado que la cena en
La Laguna llevaría como mínimo hora y media, más otra media de transporte, lo
que hacía que, a partir de las diez, en cualquier momento, aparecería el Audi
de los franceses. Tal vez se hubiera adelantado demasiado tiempo. Al estar doña
Adela en la mesa, era muy posible que la conversación se hubiera alargado algo
más de lo normal, era lo habitual.
La espera de Olegario se vio recompensada
a las diez y cincuenta y seis minutos. El coche oscuro, proveniente del sur,
giró en la esquina y pasó por delante de las ventanas sin luz del hotel. Se
detuvo delante de la cancela que impedía el paso al estacionamiento interior, y
el chófer, el tal Ambrosio, bajó y la abrió con una llave que sacó del bolsillo
de su pantalón. A continuación, se subió al coche y lo introdujo dentro del
recinto.
Olegario escogió ese momento para salir
corriendo del lugar donde se encontraba, a apenas veinte metros, para colarse en
el espacio abierto siguiendo al coche y esconderse detrás de unos arbustos, a la
izquierda de la entrada, que en algún momento habían formado parte de un conjunto
de setos bien cortados del jardín. Como había esperado, Ambrosio llevó el coche
hasta la puerta lateral del Hotel, la del acceso a la zona administrativa, para
que la pasajera descendiera con comodidad. Supuso con acierto que el chófer volvería
más tarde a cerrar la cancela.
Desde su nuevo observatorio contempló a la
señora Duguesclin entrar en el edificio tras haber tocado un timbre. No tuvo
que esperar mucho. Al parecer, alguien dentro del hotel la estaba esperando. La
puerta por donde entró la mujer se quedó abierta, sin duda a la espera de que
Ambrosio fuera y volviera de cerrar la verja exterior. En cuanto el chófer francés
se dirigió a realizar el trámite, Olegario salió de su escondite y caminó
agachado junto a la pared, evitando el hueco de las ventanas, amparado en las
sombras. Llegó a la altura de la puerta y se asomó con cautela. A media luz, un
par de bombillas de uno de los pasillos alumbraban escasamente el distribuidor
de la entrada. No había nadie dentro, por lo que decidió entrar antes de que
volviera el empleado de la francesa.
Una vez dentro, buscó dónde ocultarse. Los
pocos muebles que habían allí, un mostrador bajo, un par de sofás y varias butacas,
ofrecían poco refugio, por lo que optó por subir por las escaleras que
enfrentaban la puerta de entrada y esperar en un rellano superior. Siempre podía
seguir subiendo en el caso de que a alguien se le ocurriera usarla. Desde su
nuevo lugar de vigilancia, vio cómo el tal Ambrosio entraba y cerraba la puerta
detrás de él. Sin más preámbulos, se dirigió al mismo pasillo donde se
encontraban las oficinas en las que estuvo aquella misma mañana.
Esperó a que el hombre se perdiera de
vista para bajar al distribuidor. Las luces del pasillo se mantenían fijas, por
lo que dedujo que se quedaban encendidas toda la noche. Hubiera preferido más
oscuridad, pero tenía que conformarse con lo que había. Se introdujo despacio
por el pasillo, echando un vistazo a las estancias de trabajo a medida que
pasaba por delante de cada puerta. Avanzó y sobrepasó los lugares donde escuchó
la conversación matutina entre la mujer y el hombre desconocido y llegó a la
puerta donde terminaba el pasillo. Se detuvo a escuchar unos segundos y no oyó
ningún ruido. Armándose de valor, se apoyó lentamente en el picaporte, rogando
porque los goznes no chirriaran, algo propio de un lugar en desuso, pero no lo
hicieron. Al otro lado estaba oscuro, pero podía ver lo suficiente gracias a la
claridad amortiguada proveniente del exterior. Se encontraba en otro distribuidor
mucho más grande, tal vez la zona de recepción del antiguo hotel. La amplia
sala tenía en su extremo norte otra puerta de acceso a los jardines, cerrada y
reforzada por dentro con una cadena. Diversos materiales de obra destacaban
sobre las paredes y algunos muebles se encontraban tapados con telas. Olía a
cemento y a madera.
Trató de orientarse. Aquel lugar no era
nada acogedor, por lo que los franceses debían estar en otro lugar. Una
escalera amplia se abría, a la mitad del salón, a su izquierda. Debía de llevar
a las habitaciones del primer piso. Olegario comenzó a subir los escalones,
atento a cualquier ruido. Se felicitó por haberse puesto el calzado perfecto
para que sus pisadas no se escucharan, aunque echó en falta el peso del
revolver Smith & Wesson en el bolsillo de su chaqueta. Había decidido
dejarlo en la guantera del coche, ya que, en principio, no preveía que las
cosas se torcieran tanto como para tener que exhibirlo.
La escalera llegó al rellano del primer
piso, y desde allí dos corredores amplios se perdían en direcciones
enfrentadas. Era el típico pasillo de habitaciones de hotel. Aguzó la vista y
descubrió rendijas de luz bajo dos puertas, a unos diez metros. Sin duda, eran
las habitaciones ocupadas por la señora y por su chófer. Se acercó a la primera
casi de puntillas y sintió la voz de la mujer al otro lado. Parecía hablar por
teléfono. Aplicó el oído a la puerta, tratando de escuchar lo que decía. La
señora hablaba en francés, lengua que Olegario todavía recordaba de sus años de
trabajo en los muelles de Marsella. A pesar de la dificultad que entrañaba
captar la conversación a través de la puerta cerrada, el silencio circundante
acudió en su ayuda y pudo entender con claridad un par de frases.
-Mañana es el día decisivo. La documentación
del archivo tiene que ser clave en nuestra búsqueda –oyó decir a la señora Duguesclin,
que se calló un momento a escuchar lo que le decía su interlocutor-. ¿Que qué
pasa si no encontramos nada? Pues lo que hablamos, pasaremos a la siguiente
fase. Sí, sin miramientos. Estamos muy cerca y no podemos fallar ahora, caiga
quien caiga. Ambrosio está preparado y actuará cuando tenga que hacerlo. No le
va a temblar el pulso.
Olegario trataba de comprender el mensaje
de aquellas palabras cuando, de repente, escuchó el sonido inequívoco de la
cerradura de la puerta de al lado, la de la otra habitación. Y, a causa del
inesperado sobresalto, se quedó sin respiración.
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Estos capítulos corresponden a una
iniciativa de Mariano Gambín, en colaboración con sus amigos de Facebook, para
aportar un rato de entretenimiento en estos días de reclusión forzosa.
Si has llegado tarde al inicio, puedes
leer los demás capítulos en misterioenlalaguna.blogspot.com, y ofrecer ideas
para su continuación.
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