–¿Qué me estás diciendo, Luis?
Cuando Enriqueta no llamaba Luisito a
Ariosto es que algo grave estaba ocurriendo. La mujer se encontraba en el sofá
de uno de los salones de su casa lagunera, con el teléfono fijo de baquelita
negro en su mano, completamente anonadada por la noticia que acababa de recibir.
–Que Adela ha desaparecido –respondió
Ariosto–. Nadie sabe dónde está. Y me temo que haya sido un secuestro.
–Pero, ¿a qué chiflado se le puede ocurrir
secuestrar a Adela? ¡Como comience a hablar volverá loco al secuestrador!
–No sé quién puede ser el autor, si es que
se trata de eso. Lo único que tengo claro es que me han citado a las doce en la
catedral. Y me han especificado que vaya solo. Eso lo digo también por ti, que
te conozco.
Enriqueta sopesó las palabras de su
sobrino antes de contestar.
–Nunca se me ocurriría hacer semejante
desatino. No sé de dónde sacas esas ideas. De igual manera, me imagino que no
harás el tonto yendo solo. ¿Has hablado con tu amigo el policía?
Ariosto tardó en responder unos segundos.
Le costaba explicar la decisión que había tomado junto con Olegario.
–Creo que hasta que no estemos seguros de
lo que se trata, es mejor no distraer a Galán de sus muchos cometidos.
–Luis, esto parece algo serio. En cuanto
sepas de qué se trata, lo llamas. Y si no lo haces tú, lo haré yo.
–No te preocupes. Y no estaré solo,
Sebastián me vigilará a distancia.
–Eso ya es otra cosa –dijo la mujer,
aliviada–. ¿Sigue llevando el revólver en la guantera del Mercedes?
Ariosto torció el gesto. Para ser un
secreto, demasiada gente conocía el detalle.
–No me consta que lleve ningún arma en el
coche –mintió.
–Cada vez te pareces más a los políticos,
con el embuste en la boca. Espero que ese hombre no te quite el ojo de encima.
–Si es un secuestro y quieren hablar
conmigo, es que quieren algo que yo puedo ofrecer.
–Y espero que puedas cumplirlo en caso
necesario. ¿No estará esto relacionado con los asuntos del domingo? ¿El de los
mensajes del Grial y el del sobre de la misteriosa perfumada?
El olfato de su tía no se había visto
disminuido por el paso del tiempo, pensó Ariosto.
–No
lo sé, Enriqueta. En estos momentos no descarto nada.
–Ya
lo digo yo, ya estás otra vez hablando como los políticos.
–Vale,
vale. En cuanto sepa algo, te llamaré, ¿de acuerdo?
Enriqueta se despidió, resignada a medias
e inquieta por completo. En cuanto colgó el teléfono, se puso a maquinar cien
ideas de lo que ella podría hacer. ¿A quién llamar? Tras darle un par de
vueltas, se decidió por una. Descolgó el teléfono y marcó un número que conocía
de memoria: el del sacristán de la catedral. Contestaron al segundo tono de
llamada.
–Sacristía de la catedral –dijo una voz
masculina eficiente, casi marcial, pero sin la energía castrense.
–Rogelio, soy Enriqueta Cambreleng.
La mujer solía ser así de encantadora por
teléfono.
–¡Enriqueta! –la voz se aterciopeló de
inmediato– ¡Qué agradable sorpresa! ¡Cuánto tiempo sin oír tu voz!
Rogelio Bencomo era el ayudante laico del
sacristán, don Genaro. Y estaba siempre en la sacristía. Seguía siendo tan
santurrón como cincuenta años atrás, cuando trató de cortejar a la jovencita
Enriqueta. Esta, por supuesto, le dio calabazas, pero de un modo elegante, con
lo que habían mantenido una cierta amistad. En el fondo, Rogelio seguía enamorado
de ella, y Enriqueta lo sabía.
–Quisiera pedirte un favor.
Rogelio dio un respingo. Siempre estaba
dispuesto a hacerle favores a aquella mujer.
–Lo que esté en mi mano, dalo por hecho
–respondió de inmediato, tal vez demasiado rápido.
–¿Sigues
llevando el club de los monaguillos de la isla?
Rogelio alzó una ceja, extrañado. No se
esperaba para nada aquella pregunta.
–No es un club, sino el grupo de acólitos
voluntarios de la diócesis. Me dedico simplemente a llevar el control de los
lugares donde hacen falta para auxiliar a los sacerdotes en la misa y en otros
actos litúrgicos.
–A eso me refería. ¿No eran unos
cincuenta?
–Así es, sigues teniendo la buena memoria
de siempre.
Enriqueta pasó por alto el piropo
innecesario.
–Te voy a pedir algo que puede resultarte
extraño, pero es por una buena causa.
–Para buenas causas me tienes a tu
servicio.
–Eso imaginaba. Si sale todo bien, te
invitaré a tomar un té a mi casa.
Enriqueta tenía la experiencia de que cada
vez que surgía la posibilidad de una invitación en su casa, Rogelio se ponía
nervioso y declinaba la oferta. La idea de entrar en casa de una mujer viuda o
soltera solo, a pesar de sus sentimientos, chocaba con la del decoro que le exigía
su vida de devoción religiosa. Ella sabía que el ayudante de sacristán solía decir:
“¡Qué iba a pensar la gente!”.
Rogelio tardó solo un segundo en
responder.
–No sé qué es lo que tiene que salir bien,
pero aceptaré con gusto la invitación.
Enriqueta miró el teléfono, pasmada. Había
que ver cómo estaban cambiando los tiempos.
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Estos capítulos corresponden a una
iniciativa de Mariano Gambín, en colaboración con sus amigos de Facebook, para
aportar un rato de entretenimiento en estos días de reclusión forzosa.
Si has llegado tarde al inicio, puedes leer
los demás capítulos en misterioenlalaguna.blogspot.com, y ofrecer ideas para su
continuación.
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