MISTERIO EN LA LAGUNA. CAPÍTULO 58.

–¿Qué me estás diciendo, Luis?
Cuando Enriqueta no llamaba Luisito a Ariosto es que algo grave estaba ocurriendo. La mujer se encontraba en el sofá de uno de los salones de su casa lagunera, con el teléfono fijo de baquelita negro en su mano, completamente anonadada por la noticia que acababa de recibir.
–Que Adela ha desaparecido –respondió Ariosto–. Nadie sabe dónde está. Y me temo que haya sido un secuestro.
–Pero, ¿a qué chiflado se le puede ocurrir secuestrar a Adela? ¡Como comience a hablar volverá loco al secuestrador!
–No sé quién puede ser el autor, si es que se trata de eso. Lo único que tengo claro es que me han citado a las doce en la catedral. Y me han especificado que vaya solo. Eso lo digo también por ti, que te conozco.
Enriqueta sopesó las palabras de su sobrino antes de contestar.
–Nunca se me ocurriría hacer semejante desatino. No sé de dónde sacas esas ideas. De igual manera, me imagino que no harás el tonto yendo solo. ¿Has hablado con tu amigo el policía?
Ariosto tardó en responder unos segundos. Le costaba explicar la decisión que había tomado junto con Olegario.
–Creo que hasta que no estemos seguros de lo que se trata, es mejor no distraer a Galán de sus muchos cometidos.
–Luis, esto parece algo serio. En cuanto sepas de qué se trata, lo llamas. Y si no lo haces tú, lo haré yo.
–No te preocupes. Y no estaré solo, Sebastián me vigilará a distancia.
–Eso ya es otra cosa –dijo la mujer, aliviada–. ¿Sigue llevando el revólver en la guantera del Mercedes?
Ariosto torció el gesto. Para ser un secreto, demasiada gente conocía el detalle.
–No me consta que lleve ningún arma en el coche –mintió.
–Cada vez te pareces más a los políticos, con el embuste en la boca. Espero que ese hombre no te quite el ojo de encima.
–Si es un secuestro y quieren hablar conmigo, es que quieren algo que yo puedo ofrecer.
–Y espero que puedas cumplirlo en caso necesario. ¿No estará esto relacionado con los asuntos del domingo? ¿El de los mensajes del Grial y el del sobre de la misteriosa perfumada?
El olfato de su tía no se había visto disminuido por el paso del tiempo, pensó Ariosto.
–No lo sé, Enriqueta. En estos momentos no descarto nada.
–Ya lo digo yo, ya estás otra vez hablando como los políticos.
–Vale, vale. En cuanto sepa algo, te llamaré, ¿de acuerdo?
Enriqueta se despidió, resignada a medias e inquieta por completo. En cuanto colgó el teléfono, se puso a maquinar cien ideas de lo que ella podría hacer. ¿A quién llamar? Tras darle un par de vueltas, se decidió por una. Descolgó el teléfono y marcó un número que conocía de memoria: el del sacristán de la catedral. Contestaron al segundo tono de llamada.
–Sacristía de la catedral –dijo una voz masculina eficiente, casi marcial, pero sin la energía castrense.
–Rogelio, soy Enriqueta Cambreleng.
La mujer solía ser así de encantadora por teléfono.
–¡Enriqueta! –la voz se aterciopeló de inmediato– ¡Qué agradable sorpresa! ¡Cuánto tiempo sin oír tu voz!
Rogelio Bencomo era el ayudante laico del sacristán, don Genaro. Y estaba siempre en la sacristía. Seguía siendo tan santurrón como cincuenta años atrás, cuando trató de cortejar a la jovencita Enriqueta. Esta, por supuesto, le dio calabazas, pero de un modo elegante, con lo que habían mantenido una cierta amistad. En el fondo, Rogelio seguía enamorado de ella, y Enriqueta lo sabía.
–Quisiera pedirte un favor.
Rogelio dio un respingo. Siempre estaba dispuesto a hacerle favores a aquella mujer.
–Lo que esté en mi mano, dalo por hecho –respondió de inmediato, tal vez demasiado rápido.
 –¿Sigues llevando el club de los monaguillos de la isla?
Rogelio alzó una ceja, extrañado. No se esperaba para nada aquella pregunta.
–No es un club, sino el grupo de acólitos voluntarios de la diócesis. Me dedico simplemente a llevar el control de los lugares donde hacen falta para auxiliar a los sacerdotes en la misa y en otros actos litúrgicos.
–A eso me refería. ¿No eran unos cincuenta?
–Así es, sigues teniendo la buena memoria de siempre.
Enriqueta pasó por alto el piropo innecesario.
–Te voy a pedir algo que puede resultarte extraño, pero es por una buena causa.
–Para buenas causas me tienes a tu servicio.
–Eso imaginaba. Si sale todo bien, te invitaré a tomar un té a mi casa.
Enriqueta tenía la experiencia de que cada vez que surgía la posibilidad de una invitación en su casa, Rogelio se ponía nervioso y declinaba la oferta. La idea de entrar en casa de una mujer viuda o soltera solo, a pesar de sus sentimientos, chocaba con la del decoro que le exigía su vida de devoción religiosa. Ella sabía que el ayudante de sacristán solía decir: “¡Qué iba a pensar la gente!”.
Rogelio tardó solo un segundo en responder.
–No sé qué es lo que tiene que salir bien, pero aceptaré con gusto la invitación.
Enriqueta miró el teléfono, pasmada. Había que ver cómo estaban cambiando los tiempos.



................................

Estos capítulos corresponden a una iniciativa de Mariano Gambín, en colaboración con sus amigos de Facebook, para aportar un rato de entretenimiento en estos días de reclusión forzosa.
Si has llegado tarde al inicio, puedes leer los demás capítulos en misterioenlalaguna.blogspot.com, y ofrecer ideas para su continuación.



Comentarios

Entradas populares de este blog

Capítulo 1