MISTERIO EN LA LAGUNA. CAPÍTULO 59.


 A las doce menos cinco del mediodía lucía un sol espléndido en La Laguna, aunque con ese punto de humedad bochornosa en el ambiente que recordaba que el verano se resistía a marcharse, algo que se repetía cada año, cada vez más tarde.
Ariosto caminaba por la calle de La Carrera proveniente de la plaza del Adelantado. Había dejado a su derecha el inmenso muro del convento de las monjas Catalinas después de haber sorteado a un numeroso grupo de turistas que se afanaban por entrar a contemplar el espectacular patio de la Casa de los Capitanes. El siguiente tramo de calle, mucho más comercial, evidenciaba que La Laguna era una ciudad viva, casi bulliciosa en aquel lugar, que invitaba al paseo, a curiosear en escaparates, y a sentarse en alguna de las mesas de las terrazas de las cafeterías que salpicaban la vía, unas aquí, otras allá, y que ofrecían al visitante un cuadro de patente animación, nada que ver con la gris somnolencia de décadas atrás.
Sin embargo, Ariosto no estaba pendiente de su entorno. Su caminar, algo acelerado, era expresión de la ansiedad que sentía en aquellos momentos. La desaparición de Adela y la cita telefónica en la catedral lo mantenían en un estado de permanente desasosiego.
Sabía que Sebastián se encontraría por los alrededores del templo, pendiente de lo que pudiera ocurrir, pero, aun así, la presencia de su hombre de confianza no despejaba sus dudas y temores.
Pasó por delante de la cafetería Plaza y se enfrentó al lateral de la catedral, por donde se entraba usualmente. La puerta principal, entre los dos campanarios, se dedicaba solo a ocasiones solemnes. No se lo pensó dos veces y se dirigió a la entrada. Sabía que a aquella hora iba a encontrar poca gente en la iglesia. Las misas diarias se celebraban a la una, sesenta minutos más tarde.
Empujar la puerta abatible y acceder al interior fue como pasar de un mundo a otro. Una serena penumbra, rota en algunos lugares por los haces de luz que atravesaban las vidrieras de los ventanales y se clavaban en el suelo, le recibió con solemnidad.
Ariosto necesitó unos segundos para que sus pupilas se acostumbrasen a la nueva intensidad lumínica, mucho más amortiguada que en el exterior. Siempre le asombraba la altura del templo, con aquellas columnas que se elevaban con airosa suficiencia, y que recordaban al devoto parroquiano lo pequeña y frágil que era su existencia.
Los ojos se le fueron a su derecha, al entorno del altar. Un par de personas en actitud orante ocupaban los asientos de las primeras bancadas. El silencio era casi absoluto, solo un leve rumor recordaba que tras aquellos muros palpitaba una ciudad llena de vida.
Recorrió con la mirada las filas de bancos hasta el otro extremo, el del coro. Salvo un par de monaguillos que revisaban las capillas laterales, no había nadie más en la iglesia.
Mejor así, prefería esperar él a que le estuvieran esperando. Siempre se encontraría en mejor posición viendo llegar a quien fuera, que verse sorprendido. Decidió colocarse en un lugar bien visible. A la misma altura de la entrada, en uno de los bancos del otro lado del pasillo que dividía en dos las filas de bancos de aquel lugar de culto.
Se sentó y se dispuso a esperar. Sacó el móvil y le envió a Sebastián un mensaje por Whatsapp: “Sentado y esperando”. Recibió al par de segundos como contestación un “OK” que no le tranquilizó demasiado, hubiera preferido un párrafo algo más trabajado. Pero ya se sabía que Sebastián era hombre de pocas palabras.
Ariosto recordó, contemplando la sobria majestuosidad del entorno, la aventura que vivió, años atrás, bajo aquel mismo techo, durante la desaparición de Marta Herrero en los días en que anduvieron tras el asesino en serie del estilete, el que se ocultaba en los túneles de la ciudad. En aquel tiempo la catedral se encontraba en obras, llena de andamios y plásticos, todo lo contrario que ahora, que lucía radiante y magnífica. “Esta vez no se volverá a caer a los cien años, como solía hacer”, pensó.
Esos pensamientos lo distrajeron unos minutos, los suficientes para que dieran las doce y cinco. Nadie había entrado en la iglesia en ese lapso de tiempo. Solo uno de los dos orantes, una mujer de mediana edad, había salido del templo tras finalizar su particular oración con el Altísimo.
 En ese momento entró un chico, no tendría más de doce años. Echó un vistazo a los bancos y su mirada se detuvo en Ariosto. Era evidente que lo estaba buscando. Se acercó a él y extrajo un sobre, tamaño octavilla, de uno de sus bolsillos.
-¿Señor Ariosto? –preguntó, algo inseguro.
-Sí, soy yo.
-Un señor me ha entregado esto para usted –le dijo, ofreciéndole el papel.
-¿Qué señor?
-No lo sé. No lo conozco. Me ha dado diez euros por adelantado para que le dé este sobre.
-¿Cómo sabes que era a mí a quien tenías que entregárselo?
-Me dijo que era un tipo mayor, con canas y que vestía elegante. No hay otro aquí.
Ariosto fue presa de sentimientos encontrados, aceptaba lo de elegante, pero lo de mayor no le sentó muy bien.
-Espera un momento –le pidió.
Sin ningún preámbulo, abrió el sobre, blanco y sin distintivos. Dentro se encontraba un papel recortado con un mensaje, escrito a mano con letra pulcra y clara:

“Si quiere verla a salvo, entrégueme lo que está buscando esta noche. A las doce le llamaré para darle instrucciones. Tiene que seguir este rastro:

                El fundamento del fruto viejo de la morada del                   gobernador”.

Ariosto se estremeció. No le veía sentido a nada de todo aquello. ¿Cómo podían exigirle encontrar nada en tan poco tiempo? Levantó la mirada del papel al chiquillo.
-¿Me podrías llevar dónde viste a ese hombre?
-Claro, pero me pareció que se marchaba en cuanto me dio el dinero.
-No importa, vamos. Si lo encontramos, te daré cincuenta euros.
El chaval abrió los ojos, sorprendido.
-Por cincuenta euros, hasta le dibujo un retrato robot.
Ahora fue Ariosto el sorprendido. Estos niños veían demasiada televisión, se dijo.
-Tal vez tengamos que echar mano de ese talento, amigo mío. En marcha.



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