MISTERIO EN LA LAGUNA. CAPÍTULO 60.

Marta y Pedro Hernández acordaron tomarse un café en el Belenoe, en el camino de La Hornera, a unos escasos doscientos metros del Archivo Histórico Provincial. El Belenoe, un local de mediano tamaño –unas seis o siete mesas en el interior y cuatro más en la acera– era una de las cafeterías que solían frecuentar los trabajadores del archivo, además de los parroquianos de la zona.
Desde la mesa, Pedro pidió dos cortados de leche condensada a la propietaria del local –a la que nunca se atrevió a preguntar si se llamaba igual que la cafetería–, que hizo un medio asentimiento con la barbilla en señal de que había escuchado la petición.
En lo que llegaron los cafés, y durante cinco minutos más, los suficientes para que se templara el hirviente líquido, Marta y Pedro se contaron los avances de sus respectivas investigaciones. Llegaron a la conclusión de que los siguientes pasos debían dirigirse tras la pista de los hermanos Solórzano y Quesada.
–Pero, ¿dónde buscar en cada lugar? –se preguntaba Marta–. El convento de las catalinas es enorme, ocupa toda una manzana del centro de la ciudad. Dentro es un conjunto de edificaciones que se apoyan unas en otras. Todo un laberinto. Y el palacio de Nava es más de lo mismo. No es tan grande, pero ocupa un espacio muy respetable.
–Hay que buscar dos arcones –indicó Pedro–. Si no están escondidos en las paredes, lo estarán en el subsuelo. Por lo que dicen las profecías de la Siervita, yo me inclinaría más por esta segunda opción.
–Sabes que no es nada fácil. No podemos plantarnos allí y empezar a levantar losetas. Hay que pedir permisos. El palacio pertenece al Gobierno de Canarias, no veas el papeleo que hará falta. Y el convento es una propiedad privada y, además, lo ocupan monjas de clausura, de esas que ni salen ni dejan entrar.
Pedro terminó su café y dejó la taza sobre el platillo, concentrado en sus reflexiones.
–Nos hace falta algo más para concretar la búsqueda –sentenció.
–Hay que centrarse en los años 1724 a 1726 de la documentación referida a los Solórzano, a los Nava y a las monjas del convento.
–Mi investigación todavía no ha terminado. Apenas llevo unas horas. Algo nuevo debe aparecer.
Marta caviló unos segundos en lo que se terminó su cortado.
–Respecto al convento –le dijo a Pedro–, tú conoces a la madre superiora. Tal vez me dejen entrar a echar un vistazo –propuso la arqueóloga.
–Sí que la conozco. A mí me pondrían pegas, pero tú, al ser mujer, tienes mejores posibilidades. Lo intentaré.
–Gracias, Pedro. Yo llamaré a la concejal de Patrimonio, que es amiga, a ver si me consigue la llave del palacio. Ya sabes que, de momento, está cerrado a la espera de una rehabilitación en profundidad. Hay que mover algunos hilos para poder, por lo menos, entrar a mirar.
–Nadie dijo que sería fácil, Marta. Lo intentaremos.
Pedro se adelantó en el pago de los cafés y la arqueóloga y el archivero se despidieron a la salida del local.
–Nos llamamos en cuanto sepamos algo –se prometieron.
Marta subió a su coche, estacionado en un solar que hacía las veces de aparcamiento al otro lado de la calle. Llamó a la concejala, a la que no pudo localizar, siempre tan ocupada. Tuvo más suerte con su secretaria, que tomó nota y acordó con ella una pronta respuesta a su petición. La concejalía de Patrimonio de La Laguna se iba a encargar de gestionar un centro de interpretación de la Historia de la ciudad en el Palacio de Nava pero, hasta que comenzaran las obras, las llaves las seguía teniendo el Gobierno de Canarias.
Iba a arrancar el motor del vehículo cuando recibió una llamada en su móvil. La pantalla delató que era Pedro Hernández. ¡Qué pronto llama!, pensó.
–Dime, Pedro.
–He hablado con la madre Mercedes, la superiora del convento. Aunque el horario de visitas es hasta las doce y media, ha tenido a bien recibirte si vas ahora. No tiene inconveniente en mostrarte el recinto, salvo los lugares privados, por supuesto. Pero solo podrá dedicarte un rato. A la una tiene cosas que hacer.
Marta miró su reloj, las doce y cinco. En lo que llegaba al convento, tendría más de media hora para echar un primer vistazo.
–De acuerdo. Dile que voy.
–Muy bien. Y una cosa más.
Marta sonrió. Le encantaba cuando Pedro le decía aquello de “y una cosa más”.
–Cuéntamelo.
–Nada más echar un vistazo al libro de administración del convento de aquellos años, aparece Lucía Solórzano en 1725, recién ingresada en el cenobio, como administradora.
–Eso es una carrera fulgurante.
–O un enchufe oportuno. Todavía hoy se dan casos así. La primera entrada firmada por la hermana Lucía en los papeles de compras tiene su gracia.
–¿Su gracia?
–Pues sí, compró esquejes de higueras para plantarlas en el convento a petición de sor María de Jesús.
–¿A petición de la Siervita? Sí que tiene su gracia.
–Lo mejor es que es notorio, para quienes conocen el convento, la existencia de un árbol al que llaman “la higuera de la Siervita”. Todavía está en pie. Pídele a la superiora que te la enseñe.
–Lo haré. Y me imagino cuál fue el año en que se plantó.


–Imaginas bien. En 1725.


Comentarios

Entradas populares de este blog

Capítulo 1