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MISTERIO EN LA LAGUNA. CAPÍTULO 60. Marta y Pedro Hernández acordaron tomarse un café en el Belenoe, en el camino de La Hornera, a unos escasos doscientos metros del Archivo Histórico Provincial. El Belenoe, un local de mediano tamaño –unas seis o siete mesas en el interior y cuatro más en la acera– era una de las cafeterías que solían frecuentar los trabajadores del archivo, además de los parroquianos de la zona. Desde la mesa, Pedro pidió dos cortados de leche condensada a la propietaria del local –a la que nunca se atrevió a preguntar si se llamaba igual que la cafetería–, que hizo un medio asentimiento con la barbilla en señal de que había escuchado la petición. En lo que llegaron los cafés, y durante cinco minutos más, los suficientes para que se templara el hirviente líquido, Marta y Pedro se contaron los avances de sus respectivas investigaciones. Llegaron a la conclusión de que los siguientes pasos debían dirigirse tras la pista de los hermanos Solórzano y Qu
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MISTERIO EN LA LAGUNA. CAPÍTULO 59.   A las doce menos cinco del mediodía lucía un sol espléndido en La Laguna, aunque con ese punto de humedad bochornosa en el ambiente que recordaba que el verano se resistía a marcharse, algo que se repetía cada año, cada vez más tarde. Ariosto caminaba por la calle de La Carrera proveniente de la plaza del Adelantado. Había dejado a su derecha el inmenso muro del convento de las monjas Catalinas después de haber sorteado a un numeroso grupo de turistas que se afanaban por entrar a contemplar el espectacular patio de la Casa de los Capitanes. El siguiente tramo de calle, mucho más comercial, evidenciaba que La Laguna era una ciudad viva, casi bulliciosa en aquel lugar, que invitaba al paseo, a curiosear en escaparates, y a sentarse en alguna de las mesas de las terrazas de las cafeterías que salpicaban la vía, unas aquí, otras allá, y que ofrecían al visitante un cuadro de patente animación, nada que ver con la gris somnolencia de décadas atrás
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 MISTERIO EN LA LAGUNA. CAPÍTULO 58. –¿Qué me estás diciendo, Luis? Cuando Enriqueta no llamaba Luisito a Ariosto es que algo grave estaba ocurriendo. La mujer se encontraba en el sofá de uno de los salones de su casa lagunera, con el teléfono fijo de baquelita negro en su mano, completamente anonadada por la noticia que acababa de recibir. –Que Adela ha desaparecido –respondió Ariosto–. Nadie sabe dónde está. Y me temo que haya sido un secuestro. –Pero, ¿a qué chiflado se le puede ocurrir secuestrar a Adela? ¡Como comience a hablar volverá loco al secuestrador! –No sé quién puede ser el autor, si es que se trata de eso. Lo único que tengo claro es que me han citado a las doce en la catedral. Y me han especificado que vaya solo. Eso lo digo también por ti, que te conozco. Enriqueta sopesó las palabras de su sobrino antes de contestar. –Nunca se me ocurriría hacer semejante desatino. No sé de dónde sacas esas ideas. De igual manera, me imagino que no harás el tonto y
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MISTERIO EN LA LAGUNA, CAPÍTULO 57     –Dime, Jaime ¿Alguien más estaba al tanto de la aparición del documento de propiedad de esta casa? Sandra lanzó la pregunta al jefe de sala del Archivo Diocesano al tiempo que tomaba varias fotos de los anaqueles cargados de legajos. –Que yo sepa, no. Quedó entre nosotros dos. Pero, ¿qué importancia puede tener? –Tal vez a alguien no le interese que se investigue mucho el tema. Barreto pareció sorprendido de la teoría de Sandra. –No puedo creer que nadie quisiera hacerle daño al bueno de don Adrián por un asunto así. Se trata de un crimen de hace trescientos años. ¿A quién le puede importar? –Es solo una hipótesis, Jaime. Detrás de todo esto hay cosas que se me escapan. Pero te aseguro que las consecuencias del emparedamiento de esa pobre mujer parecen llegar hasta hoy día. –No sé qué decirte –contestó el archivero con gesto de impotencia–. Dime qué puedo hacer por ti. Sandra adoptó una sonrisa pícara. –Podrías ayudarme en
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MISTERIO EN LA LAGUNA. CAPÍTULO 56 Archivo Diocesano. La Laguna. Sandra saludó con dos besos a Jaime Barreto, el jefe de sala del Archivo Diocesano, la mano derecha del director atropellado, en cuanto salió de su despacho a recibirla. –Tengo entendido que don Adrián está fuera de peligro –le dijo al archivero a continuación. –Eso me han dicho –contestó con expresión de alivio–. No sabes lo preocupados que nos ha tenido a todos. Según los médicos, esta tarde podrá ir a visitarle la familia. Te agradezco mucho que me llamaras para avisarme de lo que había pasado. –No tiene importancia. Fue pura casualidad verlo ayer en el hospital –mintió Sandra–. Me comentó algún detalle del accidente. Un coche grande y oscuro le alcanzó por detrás y se dio a la fuga. –Hay que ver cómo todavía hay canallas por ahí fuera. Lo menos que se puede hacer es auxiliar a un accidentado. –Estoy de acuerdo. Sandra decidió no comentarle sus sospechas de que el atropello no había sido accidental
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 MISTERIO EN LA LAGUNA. CAPÍTULO  55.  Archivo Histórico Provincial. Guajara. La Laguna. La señora Duguesclin miró su reloj: las once de la mañana. A Pedro Hernández y a ella se les habían pasado dos horas volando revisando documentos antiguos. El archivero se encontraba en su salsa y se le notaba feliz yendo de aquí para allá trayendo y llevando legajos de papeles viejos, cosidos a tapas de cuero, resguardados por cajas modernas de cartón de Ph neutro. La francesa estaba asombrada de cómo aquel hombre conocía los papeles del archivo, al menos de esos años del siglo XVIII que tanto les interesaban. Pero aún le sorprendió más el enorme caudal de documentación que atesoraba el archivo. Para revisar un solo año de documentos notariales, fuese cual fuese, había que consultar al menos cuarenta o cincuenta tomazos llenos de todo tipo de contratos, dotes, donaciones, testamentos, poderes, y cualquier otro tipo de relación jurídica que fuera necesario registrar en una escritura. En ge